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Ojalá esté equivocado. Pero parece que el gran proyecto del actual gobierno en materia política es colonizar al conjunto de las instituciones del Estado. Y para ello está dispuesto a vulnerar las normas construidas para que esos espacios sean receptáculos de la pluralidad política. Digamos que es natural que cualquier fuerza intente colocar a personas cercanas en los distintos cargos públicos, lo nuevo, sin embargo, es que el gobierno actual lo esté haciendo vulnerando la ley o pretendiendo legislar para allanar el camino. Ejemplos:
1) Morena logró tener un número muy superior de diputados a los que permite la Constitución colocando candidatos propios en los lugares que correspondían a los otros dos partidos coaligados (PT y PES). Con menos del 38 por ciento de los votos se acercó al 50 por ciento de la representación gracias a esa triquiñuela que violó la disposición constitucional que establece que entre votos y escaños no puede existir una diferencia mayor del 8 por ciento.
2) En el nombramiento de los cuatro nuevos comisionados de la Comisión Reguladora de Energía, a pesar de que la ley establece con claridad que, si el Senado rechaza las primeras ternas presentadas por el Presidente, éste debe mandar unas nuevas, AMLO decidió repetir 11 de los 12 candidatos.
3) Y ahora, como los ministros de la Corte no son personas alineadas con el gobierno se anuncia que desean cambiar la Constitución para nombrar 5 nuevos ministros que integrarían una presunta sala especializada en corrupción. Como se sabe, cada ministro es electo por quince años, un período transexenal, y la renovación de la Corte es gradual y “lenta”. Así, si vemos la actual composición, uno de los ministros se eligió en la administración del presidente Fox, 5 en la de Calderón, 3 en la de Peña Nieto y 2 en la de López Obrador. Con el actual calendario, solo sería electo un nuevo ministro de la Corte durante la presente gestión. Pero si el pretendido cambio constitucional se aprobara, el Presidente podría presentar ternas para seis puestos.
Se está forzando la máquina, vulnerando el correcto sentido de las normas, en la búsqueda de unas instituciones estatales alineadas a la voluntad presidencial. Como si la diversidad de expresiones que conviven en el abigarrado mundo estatal fuera un obstáculo para el despliegue del brío del titular del Ejecutivo. Se navega incluso en contra de lo que se construyó en las últimas tres décadas y que ha permitido la coexistencia tensionada de la pluralidad política en el laberinto estatal. Pero, ¿por qué piensan que se pueden saltar olímpicamente las reglas o diseñar unas a conveniencia?
Da la impresión que los esfuerzos de la actual administración son herederos de una añeja idea, con una enorme implantación social, que reivindica que en política lo más relevante es “el sujeto” que impulsa las iniciativas y que las normas, instituciones y procedimientos no son más que artificios que pueden minusvaluarse a nombre de ese “sujeto” virtuoso. Trato de explicarme.
Luego de las crudas y terroríficas experiencias del siglo XX y de las que están en curso, debería ser compartida la convicción de que el poder político —por más noble que aparezca— requiere ser regulado, equilibrado y vigilado. Ello, porque el poder concentrado, discrecional, libre de ataduras, suele incurrir y ha incurrido en todo tipo de excesos, negándole derechos a quienes disienten de él y en el extremo desatando persecuciones e incluso masacres. De ahí la necesidad de unas reglas, unas instituciones y unos procedimientos que sean capaces de procesar la diversidad que anida en cualquier sociedad “moderna”.
No obstante, y por desgracia, cuando los líderes se piensan a sí mismo como la expresión de una masa virtuosa todo el entramado normativo que pone en pie el Estado democrático suele parecerles una camisa de fuerza. Da la impresión que “el pueblo bueno” es el sujeto que ha remplazado al proletariado, a nombre del cual se construyó un régimen sin contrapesos, opresivo.
Profesor de la UNAM