A diario contamos con explicaciones de los resultados electorales. De entre todos los esfuerzos, hay varios que consideran que la tecnocracia tuvo que ver con ellos. Se quiere mostrar que cierta forma de ejercer el poder alienó a la política y la desvinculó de la sociedad. Que quienes han gobernado, no comprendieron la realidad más allá de sus modelos económicos y que la obsesión por ordenar el mundo les impidió ver carencias, cambios y todo aquello que no tenía cabida en sus prediseñadas lógicas.
No hay duda que desde hace décadas el mundo se ajustó a un nuevo modo de conducir los fenómenos sociales. Al neoliberalismo. A una forma de ordenar el mundo económico y social a partir de las tesis de Hayek y Friedman, los esfuerzos políticos de Thatcher y Reagan y las prédicas resumidas por Williamson como “Consenso de Washington”. México se insertó en la globalidad, avanzó en ella como pudo, sacó ventajas de su geografía y acomodó parte de su quehacer político al modelo imperante. Realmente no sabemos en qué medida este proceder fue dominado por el neoliberalismo. Existen elementos para suponer qué sucedió en algunas áreas (competencia económica, transacciones financieras o comercio exterior) y no en otras. Los partidos políticos, el sistema federal, la división de poderes, los derechos humanos, la pobreza o la corrupción, operaron fuera de los supuestos neoliberales.
La mezcla entre lo que se acopló y lo que mantuvo sus propias dinámicas, es abigarrada. Más allá de las dificultades para separarlas, en el imaginario colectivo se ha asumido que la tecnocracia influyó en los resultados electorales. Que, finalmente, se había constituido una casta pedante y soberbia en lo personal y, en lo material, alineada con los intereses extranjeros, generadora de beneficios propios y de ciertas élites, usuaria de un lenguaje propio y negadora de la realidad social. Partiendo de los imaginarios colectivos y de la incesante búsqueda de mandatos de actuación electorales, se estimará indispensable prescindir de la tecnocracia. Sin tener ni querer hacer la defensa de esa tecnocracia, necesitamos introducir una diferencia.
Una cosa es rechazar a la tecnocracia, a ese cuerpo concebido como causa de males, y otra muy distinta es negar la necesidad de capacidades técnicas de quienes ejercen la función pública. Una cosa es rechazar la pretensión de que solo deben ejercer el poder quienes cuenten con ciertos saberes, y otra es suponer que los saberes pueden estar ausentes al ejercerse el poder. Quien se hace cargo de la cosa pública, no asume nunca la totalidad del ejercicio del poder. Asume tareas específicas, campos de acción tecnificados y racionalizados en los órganos legislativos, judiciales o ejecutivos y en las administraciones que a estos últimos corresponden. Para actuar en cada una de las tareas o áreas del servicio público, tienen que tenerse conocimientos, contar con experiencia y entender las sociologías de los sectores en los que se actuará. A nadie puede pasar desapercibido que desempeñarse en un mundo formalizado por conocimientos y prácticas, requiere de sólidas competencias. La llegada de agua a los hogares, el diseño de infraestructura carretera, la conducción de las relaciones con otros estados, la reparación de daños ambientales y cualquier otra acción de gobierno o política pública, exige saberes para realizarse. Si queremos criticar a la tecnocracia, pongamos énfasis en lo que se consideró su pretensión de ejercer el poder con base en ciertos y propios entendimientos. No supongamos que el mal radicó en poseer conocimientos. La corrupción es destructiva; también la incapacidad de conducirse competentemente. Quien no comprende lo que hace, no sabe ejecutarlo y concluirlo o no se hace cargo de las consecuencias, terminará malgastando tiempo, dinero y esfuerzos. También, lastimando a quienes su actuar público debió haber beneficiado.
Ministro de la SCJN. Miembro de El
Colegio Nacional. @JRCossio