Las señales, en meses y semanas previas, eran ominosas. “España, estás en problemas”, escribía algún analista. Otros utilizaban un lenguaje más apocalíptico y advertían del inminente “asalto de los bárbaros”.

Los bárbaros en cuestión son los ultraderechistas de Vox, un partido de reciente formación que, según algunos (y por el efecto de la intención oculta del voto), podía haber llegado hasta 50 escaños en el Parlamento.

España contaba, hasta el pasado domingo, con una excepcionalidad en Europa. Era el único país (junto con Portugal) en no tener partidos xenófobos en su congreso. En la península no se había replicado el ominoso espectáculo de una Marine Le Pen, un Geert Wilders, un Viktor Orbán o un Matteo Salvini.

Esa excepcionalidad terminó el 28 de abril (28-A), día de las elecciones. Hoy el líder de Vox, Santiago Abascal (quien ha proclamado que quiere construir un muro en Ceuta y Melilla para detener a los inmigrantes, y que Marruecos debe de pagar por ese muro –sic–), se ha instalado en Las Cortes, y será, con toda seguridad, una pieza más en el entramado de radicales de derecha que buscarán hacer un frente euroescéptico para las elecciones europeas, frente capaz de, por ejemplo, bloquear los presupuestos comunitarios.

Ahí están incluidos los esfuerzos, por cierto, de uno de los artífices de la victoria de Donald Trump: Steve Bannon, quien tuvo una probada influencia en el Brexit, quien fundó en Bruselas una organización para reunir a las fuerzas de la extrema derecha, y quien ha alabado la irrupción de Vox.

No obstante, aún con todo ese apoyo externo, aún con el descontento de muchos españoles con los partidos tradicionales de derecha, Vox sólo obtuvo 24 asientos (10% de los votos). La razón de ello habrá que buscarla precisamente en esa singularidad del país ibérico, que proviene de su historia reciente.

El 28-A el centro volvió a ser la opción política de la mayoría de los españoles. Ya sea de izquierda o de derecha, desean una política centrista, en la tradición del estadista más venerado en España: Adolfo Suárez, el artífice de la Transición.

Unos días antes de los comicios, David Jiménez escribía en un editorial para el New York Times que, si bien “el centro político está en retirada en el mundo ante el avance del populismo y la atracción que generan los discursos intolerantes”, los españoles tenían una cita ante la historia, pues en las papeletas tendrían opciones “que van desde la izquierda nacionalista hasta la derecha populista, pero quizá haya llegado el momento de contemplar una alternativa mejor: el extremo centro”.

Jiménez justificaba el oxímoron citando precisamente la moderación de Suárez, quien a partir de 1975 fue capaz de comprometer en un consenso a los más recalcitrantes franquistas, que querían la vuelta a la dictadura (algunos incluso por la vía de las armas), y a los radicales del polo opuesto, el de izquierda, que renunciaron a su extremismo para dar paso a la España moderna, la que dio el salto a país desarrollado en tan sólo una generación (no cita a Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista en ese entonces, pero su altura de miras, su “radical” apuesta por la moderación, fue también imprescindible).

Hace unas semanas, en los días que antecedieron al domingo 28 de abril, y ante la influencia de Vox, que hacía tracción hacia el polo derecho, Pablo Casado, el dirigente del Partido Popular (PP), hizo el peor cálculo posible. Pensando que España ya no era un país centrista, y que los radicalismos son los que ahora imperan, empezó a modificar su discurso (se tornó grosero, grandilocuente, descalificatorio y patriotero) para tratar de cortejar a ese votante radical.

Sorpresa, señor Casado: su partido de centroderecha, que apenas hace un año gobernaba en La Moncloa, se llevó los peores resultados de su historia, al ser casi rebasado por su competencia directa, Ciudadanos (Cs).

Los tres candidatos de la derecha (Cs, PP y Vox) utilizaron apelativos como “traidor” a quienes no coincidían con sus ideas. Sin embargo, los españoles eligieron a quien se mostró más contenido, evitando ese tipo de desplantes. En tanto, la izquierda radical de Unidas Podemos también se derrumbó, alcanzando sólo 14% de los votos.

Hoy por hoy, las opciones moderadas han resurgido, en contra de la gritería. El socialista Pedro Sánchez podrá gobernar con relativa comodidad desde el centro, tal vez con una alianza con Unidas Podemos, o incluso con Cs, en una construcción de centroizquierda.

“La amplia victoria del PSOE convalida la decisión de Sánchez de apelar al voto de la moderación y la seguridad cuando sus principales adversarios han buscado la polarización y la rivalidad en los extremos”, escribió El País en un editorial el día siguiente de la elección.

El influyente diario cita también el viaje de Podemos desde el radicalismo hacia una postura más centrista (atribuyendo a ello que haya alcanzado el 14%, pues se esperaba incluso un desplome mayor): “Podemos ha frenado la caída que vaticinaban las encuestas gracias a que Pablo Iglesias ha abrazado las posiciones de la socialdemocracia, pasando de reclamar un proceso constituyente a exigir el riguroso cumplimiento de la Constitución”.

El viraje de Iglesias, dirigente del partido, en temas como Venezuela, ilustra esta evolución, que impidió que Podemos se desfondara. En 2013 dijo que estaba “emocionado” por lo que pasaba en el país sudamericano, en donde había “una de las democracias más consolidadas del mundo”. Cuando en 2018 le pusieron un video evidenciando sus declaraciones de ese entonces, el líder de la coleta dijo: “no comparto algunas de las cosas que dije en el pasado”.

Finalmente, Iglesias acabó admitiendo que “la situación política y económica en Venezuela es nefasta". Mucho más de lo que se puede decir de otros políticos, aquí y allá, que no son capaces de reconsiderar sus enquistadas ideas y siguen alabando a un régimen que llevará este año a su economía a una inflación del 10,000,000% (diez millones por ciento), y en donde las tanquetas bolivarianas pasan encima de los manifestantes.

Quizá sea España la última nación en la que el centrismo pueda todavía ponerse de moda, precisamente por su historia: porque aún está presente la memoria de lo que la confrontación fratricida provoca, con una guerra civil y una dictadura de por medio. Sólo en una sociedad como ésta puede resultar redituable electoralmente una postura sobria en lugar de la invectiva, la división y la inoculación del odio, tan populares en nuestros días.

"Somos socialistas porque defendemos la libertad. Quien responde con balas y prisiones… no lo es”, dijo Sánchez en el marco de la Internacional Socialista, un día antes de su viaje a México, el único gran país latinoamericano que no había reconocido a Juan Guaidó como presidente encargado.

Sánchez demostró así que es un socialista moderno, que no se deja llevar por la retórica de la extrema izquierda, en la mejor tradición de otro de los prohombres peninsulares, Felipe González. Del mismo modo, se ha mantenido firme ante el independentismo catalán, pero siempre proponiendo diálogo y un nuevo esquema autonómico (Vox y el PP querían suspender “inmediatamente” la autonomía de Cataluña si ganaban).

Ganó la elección con una agenda que privilegia las libertades y las conquistas sociales, sin por ello tener que pelear con todo el mundo, descalificar como traidores a quienes no piensan como él, ni cegarse ante la realidad. En otras palabras… un político situado en un espectro ideológico moderado, capaz de dialogar, que en muchas otras latitudes ya lo quisieran para un domingo cualquiera…

Analista de política internacional.

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