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¿Si el valor de un clásico reside en su universalidad, qué tan necesario es adaptarlo para reinyectarle vigencia? La pregunta no es ociosa. Tarde o temprano, todo director de teatro se enfrenta a esa encrucijada y en su respuesta asume una postura ética y estética que le define ante sus contemporáneos. Una gama que va desde el purista que concibe como sacrilegio cualquier modificación no justificada del texto original, hasta el iconoclasta que en los clásicos encuentra meros motivos que sin reserva reinventa para hablar de su tiempo.
Más cerca del segundo que del primer grupo, David Gaitán ha sido duramente criticado por la ligereza con la que importa a Ibsen al teatro mexicano. Su adaptación de Un enemigo del pueblo -que sigue en escena en el teatro Julio Castillo- ha sido recriminada por convertir a un clásico de crítica social en una especie de comedia pedagógica al gusto del progresismo mexicano. No será éste otro espacio para hacer leña del árbol caído. Pero coincido con Indira Cato cuando cuestiona si realmente era “necesario cambiar el género original [de Ibsen] para llegar a nuestro público”.
Y es que la crítica a la tiranía de las mayorías del dramaturgo noruego es vigente al contexto mexicano sin mayor adaptación. La llegada en México de un gobierno con amplio respaldo popular pero con frágiles contrapesos, recrea una ambientación en el que las analogías emergen naturalmente. En el clásico de Ibsen, el doctor Stockmann lucha por dar a conocer la verdad sobre la toxicidad de las aguas con las que se alimenta el balneario del pueblo. ¿Pero acaso alguien escucha al doctor? Muy por el contrario, la voluntad popular se impone a la rigurosidad científica; las creencias del vulgo subyugan a la voz del experto quien termina descalificado y humillado por propagar una verdad incómoda. A más de un siglo de distancia, debemos reflexionar si decisiones de carácter eminentemente técnico, como la ubicación de un aeropuerto, merecen dirimirse mediante consultas populares. ¿Puede el inalienable derecho de cualquier ciudadano por opinar sobre los asuntos públicos, derivar en su derecho a decidir sobre cualquier asunto?
La respuesta es inequívoca si creemos, como Hovstad, editor del Heraldo del pueblo , que la “mayoría siempre tiene la razón”. Afortunadamente, Ibsen nos alerta sobre esta premisa y sobre el oficio de quienes, apelando a principios democráticos, justifican de forma incondicional cualquier decisión del gobierno mientras anatematizan a todo opositor como enemigo del pueblo . Todo régimen cuenta con voces autónomas y apologetas a sueldo. Cuando la espiral de silencio se impone en la opinión pública, los segundos se fortalecen y los primeros terminan aislados. Eventos como la reciente nominación de Manuel Bartlett permite diferenciar a unos de otros: basta contrastar las declaraciones autocríticas de Tatiana Clouthier frente al oficialismo de Fernández Noroña.
Si la vigencia de un clásico radica en su capacidad de interpelar a nuestra sociedad, Ibsen es más vigente que nunca. En un contexto como el actual, donde por decisión de la mayoría el poder vuelve a concentrarse en un mismo grupo, la lectura de Un enemigo del pueblo es imprescindible para fortalecer a las voces independientes . Voces que, tanto fuera como dentro del gobierno, estén siempre dispuestas a resultar incomodas no sólo a los poderosos sino también a la opinión pública.
Puedo pecar de ingenuidad, pero me parece improbable la restauración de un gobierno autoritario que aprovechando su amplia aceptación social atente contra la libertad de expresión y fulmine a los opositores. Veo en cambio, mucho más peligroso y más posible, el surgimiento de pequeños censores que arropados en la supuesta defensa del bien común se encargan de condenar a los disidentes sin mayor argumento que la descalificación. Esa tiranía que prolifera ya en redes sociales, de quienes al sentirse protegidos por estar con la mayoría se creen con el derecho de censurar a cualquier voz discrepante. Legítimamente, me preocupa que las voces críticas e inteligentes de mi generación se autocensuren por el miedo al ostracismo o terminen cómodamente cooptadas por el sistema. Creo que para evitarlo, al menos de vez en cuando, tendríamos que asumir la defensa de los enemigos del pueblo.
Es necesario que sigan existiendo enemigos público como el Dr. Stockmann,
dispuesto a navegar a contracorriente por defender sus principios. Necios que a pesar de ser minoría defiendan su verdad a toda costa: una verdad con v minúscula por ser refutable, contrariable y abiertamente disputable. Verdades que apelen a la razón y no a la autoridad, que se sostengan de la frágil reflexión individual y no de la opinión infalible de la mayoría. Necesitamos de aquellos hombres y mujeres libres, dispuestos a rebelarse ante la máxima de la oclocracia, esa que asume que “la mayoría siempre tiene la razón”.