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“Necesitamos que sumes tu voz a nuestra cusa que es digna y justa”, pidió el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal a Pepe Mujica, quien hasta entonces había guardado silencio respecto a los asesinatos, secuestros y desapariciones de los opositores a Daniel Ortega. Cardenal no fue el único que buscó romper el cerco. Gioconda Belli, quien antes había dedicado sus poemas a la revolución sandinista, hoy con sus versos sostiene la moral de cientos de estudiantes que luchan a favor de restaurar la democracia en Nicaragua. “¿Valió la pena entregar mi juventud… a una revolución que juzgué lo más hermoso que me había tocado vivir?”, la dolorosa pregunta de la escritora evidencia la angustia moral de quien mira al revolucionario de ayer convertirse en un nuevo tirano. Pero la respuesta es inequívoca: defender la dignidad humana por encima de cualquier ideología.
Durante años en América Latina, la derecha mantuvo un silencio cómplice frente a los crímenes de las dictaduras militares, a cambio de que éstas garantizaran sus concesiones, privilegios y beneficios económicos. Hoy en la izquierda parecemos repetir el mismo error: escondemos, justificamos o aparentamos ignorar las atrocidades de quienes militan bajo la misma bandera, siempre que en su retórica actúen “en nombre del pueblo”. ¿Cuántas plumas progresistas denunciaron la homofobia, misoginia e intolerancia de Bolsonaro, pero hasta hoy se resisten a denunciar las violaciones de derechos humanos en Nicaragua, la crisis humanitaria en Venezuela o los pasos autoritarios de Evo Morales hacia su enésima reelección? Me limito a hablar sobre lo pernicioso del silencio, porque quien activa y conscientemente defiende a estos regímenes no se le puede considerar ni demócrata ni de izquierda. Desde la revolución francesa, la izquierda lucha por la libertad, la igualdad, por acabar con los privilegios y el poder autocrático; los defensores de cualquier tiranía no merecen otro calificativo que el de apologetas a sueldo.
Se nos ha hecho costumbre construir hombres de paja con los que caricaturizamos las peores cualidades del oponente para sostener la validez de nuestro argumento. Pero la evidencia, los ejemplos, nombres propios y apellidos es lo que sostiene a cualquier denuncia. Por eso, cuando hablo del silencio de la izquierda no hablo en abstracción; pienso en las declaraciones de exmandatarios, catedráticos e intelectuales que en este mismo momento se reúnen en Buenos Aires, en la “contra-cumbre del G-20” organizada por CLACSO. Pienso en Juan Carlos Monedero cuando afirma que los conservadores “terminan justificando gobiernos autoritarios”, mientras que por años él mismo ha justificado las atrocidades cometidas por Chávez y Maduro, limitándose a condenar la violencia de la oposición venezolana. Pienso en Dilma Rouseff y en Cristina Kirchner intentando convencernos de una narrativa pueril, en donde la derecha volvió a Brasil y a Argentina por injerencia de los medios, del poder judicial y organismos internacionales; sin ser capaces de la más mínima autocrítica a sus correligionarios, a sus partidos, a los escándalos de corrupción que han lastimado tanto la credibilidad de la izquierda.
En la meca “del pensamiento crítico” sigue sin asomarse la más mínima autocrítica. Basta con ojear el programa de mano para ver que la izquierda latinoamericana está interesada en todos los temas de avanzada, menos en el combate a la corrupción, en la transparencia, en generar contrapesos al poder político o defender -irrestrictamente- a la democracia. Hizo bien José Mujica en declinar su asistencia. El foro de CLACSO no es sino un recordatorio del gran reto generacional que nos espera: inaugurar una ola progresista que rompa cualquier tendencia autoritaria y se atreva a revisar de manera crítica los resultados del socialismo del siglo XXI. La alternativa: quedarnos con la izquierda pragmática, esquizofrénica y de doble moral que nos siguen recetando. La alternativa, lo enfatizó Kirchner, es un populismo rampante en donde se “agrupen todos los sectores agredidos por el neoliberalismo”, donde “quepan pañuelos verdes y celestes”, quien defienda el aborto y quien está en contra, quien crea en la libertad y quien no lo crea tanto, quien sea corrupto mientras nos sea funcional y todo grupo de interés que nos haga electoralmente competitivos, incluyendo a aquellos que hace apenas ayer decíamos combatir.
“La categoría de derechas e izquierdas es absolutamente perimida… sirve sólo para dividir y ser funcional al neoliberalismo”. Me quedé pasmado al escuchar a la expresidenta de Argentina inaugurar el foro de CLACSO con estas misma palabras, mientras los asistentes ovacionaban sórdidamente. No se daban cuenta de que evocaban las tesis de Fukuyama. No se daban cuenta de que la izquierda es un referente imperecedero que sigue orientando nuestra manera de hacer y entender la política. No se daban cuenta de que hay principios que no mueren, que nos son negociables; actores a quienes no podemos solapar, aliados que sólo nos intoxican. Si los crímenes de la inquisición no lograron que los cristianos abandonaran su fe en el evangelio, los errores de la izquierda latinoamericana no lograrán que dejemos de creer en la utopía. Pero ser una alternativa política para los pueblos de nuestra América, nos exige romper el silencio cómplice, nos exige un movimiento reformista como el de Lutero que nos devuelva autoridad moral, que cancele las bulas papales, que reste poder a los intermediarios y aliente a cada militante a pensar por sí mismo.
Cuestionar nuestros dogmas o a nuestros dirigentes no es tarea sencilla; pero no se compara con el precio que años atrás hombres y mujeres estuvieron dispuestos a pagar en el ejercicio de ser consecuentes. Víctor Serge, aquél revolucionario fecundo exiliado de la Unión Soviética tras oponerse a los mandatos de Stalin, nos dejó en su pensamiento y biografía el ejemplo más claro de lo que significa romper el silencio: [ver con claridad] no es difícil y, sin embargo, es bastante inusual… se trata menos de una inteligencia aguda como de voluntad y cierto tipo de coraje para elevarse por encima de las presiones del entorno y la natural inclinación a cerrar los ojos frente a los hechos; tentación que surge de nuestros intereses inmediatos y del temor que las contradicciones inspiran. Un ensayista francés dijo: 'lo que es terrible cuando buscas la verdad es que la encuentras'. La encuentras y entonces ya no eres libre de seguir los sesgos de tu círculo personal ni de conformarte con los clichés de moda.