La campaña y el poder. Los ganadores de una contienda electoral no suelen transvasar el discurso electoral en los planes de gobierno. Primero, porque el conocimiento y los análisis exigidos por un verdadero programa gubernamental van más allá de la ocurrencia de una frase, el estallido de un desplante de campaña o los sueños o prejuicios de un candidato. Segundo, porque ya en los encuentros de entrega recepción con el gobierno en funciones, como los formalizados aquí a partir de ayer —y desde luego ya en el despacho—, se le van develando al recién llegado realidades desconocidas que lo obligan a remodelar juicios, reordenar prioridades y afinar metas. Esto le ocurre tanto al enfilado a Palacio Nacional como a quienes llegarán a secretarías, organismos descentralizados, gubernaturas y alcaldías.
Y tercero, porque mientras en campaña se expresan posiciones hostiles contra otros contendientes, que le darán a uno un triunfo sustentado sólo en una parte —por grande que ésta sea— de la representación nacional, a su vez los planes de gobierno —además de respaldarse en estudios y avales de especialistas— exigen, dentro de la pluralidad y la funcionalidad democráticas, negociaciones y consensos incluyentes de los derechos de las minorías y de una compleja diversidad de intereses sociales. Y aquí hay que decir que en este punto, a pesar de los sesgos de sus plegarias de campaña por un ‘voto parejo’, atendidas con creces por sus electores, a fin de controlar el Congreso y así no tener que negociar con la ‘mafia del poder’, lo cierto es que ya como presidente electo, López Obrador pareció comprender, en las primeras semanas que siguieron a su elección, que el discurso de campaña de un bando tenía que ir dejando su lugar al discurso del ‘presidente de todos’.
Por otro lado, a pesar de jactarse frecuentemente de su terquedad como si fuera un atributo positivo, terquedad ciertamente valorada en su caso en su acepción de tenacidad en la lucha por el poder, la verdad es que el próximo presidente hizo fructíferos esfuerzos, en aquellos primeros días después del triunfo, por dejar de lado o al menos matizar su obstinación en dos o tres estereotipos de campaña y sus correspondientes propuestas, débiles y provocadoras, a implantar a cualquier costo. Se apartó así de esa otra forma de terquedad que conduce al “estancamiento mental” o a la irracionalidad de quien en la antesala del poder mantiene sus ideas fijas de campaña, como lo describió Barbara Tuchman en La marcha de la locura, el libro citado aquí el miércoles.
Divide y unirás. La clave para un descenso suave del vuelo prolongado de la campaña a la realidad del ejercicio del poder radica en la preparación y la habilidad para expulsar oportunamente el chip de la contienda electoral —por definición divisiva, discordante y agresiva entre los antagonistas— y sustituirlo por la comunicación de gobierno: por necesidad conciliadora y orientada a unir lo fracturado en la batalla, para proceder a formar una coalición estable que permita concertar y cumplir un programa de gobierno.
Comunicar y negociar. Y aquí es donde el futuro presidente y sus aliados parecerían en ruta de retroceso al alentar renovadas discordias, venganzas y la restauración de imperios de impunidad, como el caso de la ex líder magisterial que festinó antier la muerte de la reforma educativa, acompañada a dúo por la declaración de AMLO en el mismo sentido. O al perpetuar la incertidumbre en las inversiones en la industria energética. O al imponer nuevos aplazamientos a obras de gran calado avaladas por la ciencia, sanamente financiadas y dictadas por la necesidad, como el aeropuerto, con malabarismos de consultas y sermones de austeridad dirigidos no a reducir los costos de construcción, sino los costos de dar marcha atrás a los empecinamientos de la campaña.
Discordias, incertidumbres y malabarismos conspiran contra una estrategia congruente para definir un plan de gobierno sustentado en una comunicación para la negociación.
Director general del Fondo
de Cultura Económica