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A diez días de la instalación formal de un nuevo gobierno cuya cabeza ha leído el resultado de las urnas como un mandato de cambio de régimen, se acumulan las preguntas en la agenda de las conversaciones y los debates. Los temas varían de lo conceptual a los efectos inmediatos de los cambios en curso en numerosas vidas cotidianas. Las preguntas suelen ir encaminadas asimismo a buscar respuestas ante la probable reaparición de problemas del tipo de los surgidos de las decisiones anticipadas por el grupo de poder que entrará al relevo de este fin de semana al otro: ¿Cuánta ruptura del orden y de los arreglos existentes y cuánta improvisación e inexperiencia resistirá la funcionabilidad de la vida pública, sin que sobrevenga una eventual parálisis , un colapso burocrático, la inhibición de sus decisiones o la suspensión de sus servicios? ¿Cuánto desconcierto admitirá la estabilidad económica antes de desatar eventualmente más desordenes bursátiles y cambiarios, con su cauda de inflación y pérdida de empleos?
Pero, por otro lado, ¿cuánta continuidad aguantarán los grupos y líderes aliados del futuro presidente, en particular los más ansiosos por hacer historia revolucionaria en tiempo real o simplemente por hacer avanzar sus agendas particulares? ¿Cuánta paciencia soportarán las expectativas de mejoría material y de satisfacción emocional de votantes sobre activados contra los demás, contra los otros: los enemigos etiquetados como causantes de los enojos y las frustraciones colectivas? Y al mismo tiempo: ¿Cuánta pérdida de ingresos o cuánta separación de sus puestos de trabajo, cuanta agresión a su estatus, o cuánta humillación a su dignidad tolerarán los miles de mexicanos estigmatizados por el hecho de trabajar en el gobierno, tener un negocio particular, haber hecho una carrera en la administración pública o ser proveedor de bienes o servicios a instituciones estatales?
Escenarios. Las preguntas también imaginan escenarios en los temas de ciudadanía, pluralidad, democracia y sistema de frenos y contrapesos, por ejemplo, ¿cuánto regreso a la concentración de poder en la Presidencia de la República, cuánta ostentación del mando en manos de un solo hombre y cuántos aprestos para construir una infraestructura clientelar de perpetuación en el gobierno podría sobrellevar —¿y por cuánto tiempo?— nuestra vulnerable democracia sin extinguirse? ¿Cuánta intervención en sus decisiones internas podrá padecer el Poder Judicial sin volver a ser un apéndice del Ejecutivo o sin provocar una rebelión de los jueces? ¿A cuánta reducción presupuestal y a cuánta presión injerencista del gobierno central podrán sobrevivir las funciones de frenos y contrapesos de los órganos autónomos del Estado como el Banco de México, el INE o, entre tantos otros, la Comisión de Derechos Humanos? ¿Cuánto de esa misma intervención en sus decisiones permitirá la situación de las universidades públicas antes de entrar en una espiral incontrolable de descomposición?
Prever y prevenir. Cada individuo con expectativas en la llamada cuarta transformación, o con temores de ver violentadas sus formas de vida, tenderá a especificar este cuestionario crítico en busca de desentrañar lo que le espera. Está en la condición humana el impulso por descifrar lo que viene, interpretar las señales, leer los indicios: la ilusión de anticipar, de prever. Pero también de prevenir males en la vida personal y familiar o en la existencia colectiva. Y esto vale también para el gobierno que llega con los síntomas del viejo presidencialismo agravados con el mesianismo de una transformación equiparable a la revolución de independencia, la liberal y la social. Es al próximo presidente al que le corresponderá la delicada responsabilidad de decidir cuánta ruptura del orden y de los arreglos establecidos soportan la normal continuidad del gobierno y la estabilidad económica, y cuánta continuidad resiste la paciencia de las legiones en quienes se cultivó la expectativa de la ruptura.
Director general del FCE