Cien días ya, querida ciudad, de que el nuevo gobierno federal tomara las riendas. Casi siempre suele decir uno que los inicios de año son veloces, pero esta vez parece una exageración del calendario que ya marquemos marzo. Acaso sea que ha pasado tanto en tan poco tiempo. No necesariamente en el sentido de que algo pasó y concluyó o se materializó. Más bien en la idea de que un sinnúmero de temas y discusiones se montaron en una mesa con forma de arena pública. Y, como diría Churchill, éste no es el final. Ni siquiera el principio del final; más bien el final del principio.

Y ya metidos en frases gastadas, ¿no te da la impresión, querida ciudad, de que hay un sentido de premura en las acciones y los frentes que abre este gobierno? No tengo la menor duda de que el país atraviesa un estado de urgencia, pero precisamente cuando la partida de ajedrez se vuelve una escena de guerra épica donde uno no sabe cómo hacen tantos combatientes para no equivocarse mientras reparten espadazos. Cuando nos están goleando frenéticamente, ahí es cuando importa más la precisión que la urgencia.

A lo que voy es que, si bien es cierto que una burocracia tamaño familiar debe ser capaz de atender una agenda pública variada, densa y apremiante pensando a la vez en el corto plazo y en el largo aliento. Si bien eso es cierto, creo que una de las virtudes fundamentales de un jefe de Estado debe ser priorizar.

Con ello no quiero decir que se cierren carpetas y se abran hasta el año próximo. Pero hay temas que requieren su tiempo, de encargar estudios, de leer esos estudios, de escuchar a quienes han trabajado en el tema, a quienes creen que cierta idea es la mejor solución, a quienes discrepan totalmente de semejante idea.

Una de las fortalezas del otrora contendiente y actual presidente de las que mucho se habló durante la campaña fue su capacidad para fijar agenda. Bastaba con una aparición frente a medios para que el tema que abordara se convirtiera en prioritario para el resto de los candidatos, analistas, opinólogos -mea culpa-, y entusiastas de la sobremesa política. Pero una cosa es la agenda frenética de campaña, de promesas, acusaciones y revires. Otra cosa, bien distinta, es cargar con la responsabilidad de timonel de un país y una administración pública entera, con sus defectos, inercias y cualidades. El mar está bravo para México en este tiempo, pero el barco simplemente no puede ir para todos lados.

Dejemos a un lado -en verdad, sin que se juzgue como subestimar, defender u olvidar- cuál era la decisión correcta sobre el nuevo aeropuerto, el robo de combustible, el tren maya, la política de ciencia y tecnología, los recursos asignados a refugios, estancias infantiles y albergues, la ubicación geográfica de las dependencias federales, el Trimestre Económico, la termoeléctrica, la política educativa, la Guardia Nacional, la Fórmula 1 (considere este párrafo como abre-pista del hilo que usted bien puede ayudar a completar en la querida sección de comentarios de esta nota). La lista no busca ser exhaustiva, sino ejemplo no sólo de la cantidad de temas en la agenda sino de su dimensión, su complejidad.

Todo urge, todo problema tiene sus grupos de interés, sus voceros, sus agraviados. Claro. Y si algo tuvo nuestro presidente fue tiempo para contarle las rayas al tigre de la rifa que tanto buscó ganar. Los problemas no esperan en una salita su turno mientras miran una pecera con peces koi. Se agrandan, se acompañan, se vuelven más crudos, más problemáticos. Pero ¿no te parece natural, querida ciudad, que buscando entrarle a todo en los primeros cien días, la probabilidad de que algo saliera mal era poco menos que altísima?

Se dice que hubo una reunión de gabinete esta semana. Que hubo relatoría de avances y una sección de reprimendas, también. Y es que centralizar las decisiones y, al mismo tiempo, abrir tantos frentes que requieren decisiones complejas es delicado. Pero esto apenas empieza, retomando a Churchill. Cien días son una barrera imaginaria pero muy útil para echar un vistazo al panorama antes de seguir andando.

Vísteme despacio, que tengo prisa. Cómo no pelearse por la autoría de una frase tan afilada. Se le suele atribuir a Napoleón Bonaparte, Fernando VII y a Carlos III. Yo no lo sé de cierto, pero supongo que le puede venir muy bien a estos tiempos tan acelerados, a esta Cuarta Transformación que tiene prisa, como la vida en la ciudad, pero a la que más le valdrá dar pasos certeros si quiere honrar su nombre.

@elpepesanchez

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