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Y usted que pensaba que, pasado el primero de julio, volveríamos a hablar de la lluvia y el futbol. Vivimos en un limbo en el que se habla de renuncias a cargos que ni siquiera han sido dejados libres por sus actuales ocupantes, de referendos que se criticaron o aplaudieron y hasta se enfurecen algunos porque esas consultas que desaprobaban enfáticamente finalmente no se van a llevar a cabo. Y en ese vaivén salpicado de juicios que se pueden llevar a cabo desde la comodidad del hogar del impresentable, déjeme decirle que se nos escapa lo importante, lo insospechado. Se ha perdido un presidente, y usted ni en cuenta.
Cierto es que en esta posmodernidad, a veces espantosa, donde un avión entero con sus tripulantes desaparece del mapa, perder a un individuo, especialmente en un país atiborrado de otros feligreses, no es tan inesperado. Pero cuando quien se nos pierde es el presidente, con domicilio harto conocido y antes tan recurrente en la televisión, la cosa encuentra su dulce misterio. Vivimos en una suerte de limbo en el que el presidente en turno se vuelve diáfano y evanescente, mientras que un presidente electo lo ocupa todo. Este vórtice en el que pasan y dejan de pasar tantas cosas que todavía no comienzan a pasar se explica por dos cosas, creo yo.
La primera es el arma de dos filos del mandatario electo. Como contendiente, una de sus mayores fortalezas fue fijar temas en la agenda pública como nadie más pudo. Esa presencia ancha que acabó por darle la victoria menguando la relevancia de sus competidores es hoy un rifle que da el coletazo a quien la porta. Era de esperarse que, si ya estaban puestas las miradas en el susodicho como candidato —las de entusiastas y las de detractores—, ahora lo están con igual o mayor fuerza.
La segunda es por la conveniencia del laissez passer de la transición. Uno imagina esos presidentes de película, ya no digamos de los que desarman a un colectivo de rufianes que secuestra el avión y hasta aterrizan sin perder el peinado. Sino a los que asumen y encaran los problemas con inteligencia, aplomo, responsabilidad y un peinado igual de imbatible. Con lo que nos toca de aquel arquetipo de presidente de anécdota y películas, la mejor estrategia fue hacernos ghosting. Descuide, para los millennials y sus sucesores es una práctica hasta pasada de moda, pero es normal que a usted no le resulte tan familiar. El ghosting es la práctica de cortar o terminar una relación de tajo desapareciendo, como los fantasmas traslúcidos de las caricaturas. Así, sin un mensaje, carta o aviso de agua va. Sin firmarnos la renuncia, sin decir adiós con un GIF de un gatito.
Como suele pasar, también, no se busca quién la hace sino quién la pague. Si personajes de cuestionable proceder y debido proceso cambian las maneras en que enfrentan el citado proceso, lo más simple es reclamar al que tiene los focos encima. Como se ha dicho antes, ser traslúcido y diáfano es un súper poder harto conveniente en una transición como ésta. Así que no importa que todavía despache desde la casa de la colonia Roma, el punto es que no nos han preguntado si queremos que Los Pinos se conviertan en un museo de los tacos con tortilla de harina o decidimos que el presidente ocupe tal domicilio porque cómo va a ser.
No tengo certeza de si tendrá lugar la consulta respecto a qué uso debe darse a Los Pinos, pero la pregunta queda en el aire. ¿Se quedarán algunos fantasmas y fantasmagóricas usanzas rondando la casa presidencial después de diciembre?
Tuit: El título de esta nota es un homenaje diminuto al gran cuento Se ha perdido una niña y a su autor, mi querido Alberto Chimal.
Escritor. @elpepesanchez