¿Bajo qué extraña premisa le apostamos al borrón y cuenta nueva? Quiero decir que a los dinosaurios, sus respectivos asteroides, a los temblores y a las elipses lunares les tiene un poco sin cuidado si para nosotros es marzo o es octubre, si nos atragantamos con la doceava uva del año 2017 o si decidimos empezar una dieta crudivegetariana. La medición del tiempo, o de su transcurrir, dicho de mejor modo, es un artificio humano. Cierto es que la observación primitiva y la dependencia del cultivo nos hizo –sintámonos emparentados aunque sea un poco a esos antiguos- diestros en la astronomía. Calendarios en desuso y la combinación de todos ellos en el que actualmente ostenta el monopolio de la cuenta de los días están ligados a ciclos solares, lunares, tiempos de lluvias y de cosechas. Pero, por muy acertada que sea la predicción de los equinoccios, llevar la cuenta sigue siendo un pasatiempo impuesto por el humano y el cual, honestamente, sólo a nosotros nos importa.

De ahí que, pensado más detenidamente, considerar que un ciclo se cierra cuando los fuegos artificiales estallan en Times Square, la Torre Eiffel o el Ángel de la independencia sea un asunto que se puede poner en entredicho. Nada nos asegura que el año nuevo, obedeciendo a nuestro calendario de obsequio de la carnicería, cortará de tajo con lo mal que le fue al equipo de futbol de nuestra devoción la temporada anterior, o que se sacudirá la mala suerte que nos trajo el pasado como si le hicieran una limpia a las cuatro estaciones venideras. Para efectos prácticos, uno puede ser el mismo glotón de siempre, porque la adicción al pan de dulce poco respeta un inicio fresco o un libro con trescientas sesenta y cinco páginas en blanco, listas para escribirse.

Y, pese a todo, como Galileo, se mueve la esperanza, los deseos y las buenas intenciones. Se asume que el universo estará atento al color de nuestra ropa interior para empujar un par de centímetros el polvo de estrellas y provocar en nuestras recámaras pasión infinita y desenfrenada. Se destapan sidras y se hierven pozoles porque todo lo bueno está por delante. La gente se olvida del frío del último día del año sobre el Paseo de la Reforma convertida en una romería con olor a buñuelos. Las calles cerradas recuerdan a un sonidero con legitimidad suficiente para bloquear vialidades y destrabar las caderas más arrítmicas. Los abrazos son más efusivos, los que se dan entre propios y también entre extraños, los chilangos bajan la guardia y se felicitan. Quién sabe por qué, si el pasar de diciembre a enero no es hazaña de nadie en particular, o más bien es un logro de todos. Y ahí cae felizmente uno en cuenta de todo. Que el pozole tiene más surtida este año, que se consiguió un mejor mezcal, que se baila con más cadencia la cumbia en el carril de alta, que se abraza como si se hubiera librado el naufragio y que a nadie le importa a qué hora deja de pasar el metro.

Más que festejar los parabienes que traerá el 2018, la Ciudad de México se felicita porque se termina este año tremendo. No hay garantía de que a partir de esta semana todo será cuesta abajo, de que nuestras placas tectónicas se hayan hecho de buenos amuletos para el mal de ojo, de que encontremos precios asequibles en pasajes de avión para –ahora sí- emprender las vacaciones soñadas. La noche se convierte en el día siguiente de una agenda que todavía no compramos, y aunque todos esos números sean una deliciosa muestra de nuestra inventiva, quién es uno para evitar que se rompan copas por el ciclo que termina, y por todos los que te quedan delante, querida ciudad.

Profesor asociado, División de Administración Pública. CIDE
@elpepesanchez

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