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Hace un par de días estuve intercambiando mensajes con un amigo cercano a quien le preocupa la incertidumbre y el posible final desatinado de discusión sobre el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México. Nuestra plática no llegó a nada digno de recordar, pero al cerrar una aplicación y abrir otra para saltar, como hacemos todo el tiempo, de redes sociales muy cercanas y cortas a otras endemoniadamente abiertas y diversas, el choque de realidades me tomó por sorpresa, como saltar de las aguas termales al ojo de agua.
Empujando hacia el olvido con el pulgar las noticias, y todavía recordando mi discusión reciente sobre el aeropuerto, me sentí de pronto frívolo, insensible. Como si interrumpiera nuestra charla para servirme café y, al volver a la sala, diera un par de brincos para no tropezar con cuerpos ahí tendidos y volver a repantigarme en el sillón para seguir hablando de la eficiencia de los vuelos.
Hace apenas quince días hacía yo un recuento por aquí de cómo la ciudad y el México donde está hundida tienen pocos reparos en juntar clichés de historias policiacas y plantárnoslos en la realidad con la mayor crudeza posible. No acaba uno de volver a fajarse el asombro cuando la cotidianidad se empeña en dibujarnos un mundo de dolorosa narración.
La historia del “Monstruo de Ecatepec” no hace más que añadir un capítulo al resumen de tragedias citado líneas arriba. Héctor de Mauleón lo pone en los mismos términos en su columna de hace un par de días: los agentes calificaban de “Dantesco” lo ocurrido. Esos mismos agentes que han tragado todavía más asombro que usted y yo juntos, haciendo de lo horrendo algo cotidiano tienen que recurrir al lugar común literario para apenas tratar de transmitir su espanto.
Desde luego que esa historia es apenas una -que ha resonado con fuerza, no niego- entre tantas cosas que flotan en el escándalo colectivo de las redes. Se traslapa y amontona con otra de un estudiante más secuestrado y asesinado por sus compañeros y otra más de una estudiante de medicina desaparecida. Entonces me viene esta sensación de pensarme absurdo discutiendo el domicilio del NAICM.
Un gobierno federal tiene, acaso, la más compleja agenda de prioridades. Y es ilógico esperar que, en la etapa de transición o ya en funciones, atiendan los problemas de uno en uno. Vaya, es una de las razones por las que aceptamos un gobierno que nos resulta tan caro financiar. Asumimos que el tamaño de nuestros problemas debe asemejarse al tamaño del presupuesto de las dependencias y que, aunque complejo, un gobierno puede tejer estrategias con múltiples equipos para tratar distintos problemas a la vez, porque además nuestros más severos malestares tienen como piso común la impunidad y la corrupción.
Pero hay cosas que, pienso, superan la lógica del ciclo de políticas públicas. Más que con la voz de ciudadano indignado, hablo con la del pragmatismo de quien considera que, esta vez, lo más urgente es también lo más importante. Y en verdad, esto no es un llamado al desperdicio, a la ineficiencia. A dejar que todos boten los planos que defienden y atacan el suelo blando del Nuevo Aeropuerto, a suspender la discusión de qué tanto vale la pena pasar un tren maya en medio de la selva, o qué tanto bien hará descentralizar geográficamente las agencias gubernamentales.
¿Nos importa el desarrollo económico y poner a México en el mapa de un mundo interconectado? Y a quién no. Esto no es una decisión de elegir A y relegar B al olvido para siempre, sino una de cuánto tiempo tenemos y qué recursos a la mano para apagar -o al menos amainar- los fuegos más urgentes. Insisto, habrá otros momentos en que lo urgente le ceda el paso a lo importante por razones de eficiencia, por el beneficio a largo plazo, porque “así se atienden estos problemas”. Éste no es uno de esos momentos. Cuál ocasión más oportuna que ésta, de gobierno entrante y cargado de capital político, de esperanza, para hacerle ver a quienes lo eligieron y a quienes no que el frasco de empatía no se agotó en campaña.
Sigamos discutiendo sobre todos los temas, pero en un México de una narrativa violenta, horriblemente loca e incontrolable, necesitamos una Cuarta Transformación que sueñe en todo lo que México puede ser, pero que le preocupe más por ahora lograr que sus mexicanos lleguen vivos a casa para poder soñar.