Desde hace casi tres siglos los sistemas políticos se han construido con fundamento en el individualismo. Tanto la democracia liberal como los sistemas totalitarios poseen este común denominador.
Las grandes teorías políticas modernas parten del paradigma de que el hombre es, en su naturaleza, un ser individual que ha creado la sociedad para resolver sus problemas.
En los postulados modernos, el individualismo hunde raíces en la aceptación de la autonomía de la voluntad como núcleo de las decisiones personales, y su dimensión colectiva, solamente es un accidente de la afirmación de la voluntad individual.
Desde la perspectiva de la democracia liberal, esta forma de entender la realidad y el proceso social, se resume en el viejo paradigma un hombre, un voto.
Pero como la cabeza de Jano, la otra cara del individualismo contemporáneo se refleja en los sistemas totalitarios, que pretenden imponer de manera vertical una visión distintiva de la realidad, que cancela la voluntad del individuo, no en favor de la sociedad, sino más bien de un sistema que beneficia exclusivamente a un grupo o ideologías específicos.
Frente a estas distorsiones de la naturaleza social de las personas, conviene reexaminar las enseñanzas de los clásicos:
La visión clásica que se gestó en la época antigua y permaneció generalmente aceptada hasta ya entrada la modernidad, parte de la idea de que el hombre es un ser social por naturaleza. Aristóteles definía al hombre como zoon politikón, como un ser que no se explica fuera del ámbito social.
En esta postura surge de forma natural la solidaridad del hombre por sus semejantes, lo público se vuelve parte inherente de la propia responsabilidad. De hecho, la relación que existe entre lo público y lo privado es de continuidad. No existe una frontera en el nivel de implicación entre un ámbito y el otro.
La postura que parte de la idea de que el hombre es un ser individual tiene como consecuencia la de reducir el ámbito de responsabilidad a lo privado. El espacio de lo público es algo ajeno a la persona misma y la responsabilidad se ve como una carga necesaria para poder vivir en paz.
Los clásicos, en contraste, identifican en la cosa pública un compromiso ante los intereses particulares, los cuales necesariamente abrevan de los fines y valores que aglutinan a la comunidad. Naturalmente, la apuesta clásica no conlleva de manera alguna la anulación de la esfera particular, ni provoca la supresión de la realización individual.
Para algunos, la doctrina clásica se articula en la actualidad a través de los postulados comunitaristas, que sostienen la importancia de robustecer los cuerpos intermedios en la sociedad para incidir más efectivamente en la distribución de los bienes más apreciados por una comunidad, de tal forma que sea ésta en su conjunto, y no individualmente, donde se delibere el sentido que debe tomar el proceso social.
La adopción de esta postura en un momento de declive inequívoco del individualismo dominante, ofrece una alternativa realista para construir ciudadanía.
Rector de la Universidad Panamericana
IPADE