Hasta el año pasado, la ventaja de López Obrador no era mucha, alrededor de 5%. Por lo cual el debate era si ésta sería una elección entre dos (como han sido otros procesos electorales) o si sería entre tres (algunos suponían que el PRI podría obtener una copiosa votación que lo haría competitivo). Al final resultó ser una elección de uno, con AMLO muy por arriba de sus rivales. ¿Qué ocurrió? Ricardo Anaya finalmente sí fue, como se dijo en su momento, el “Roberto Madrazo” del PAN, quien utilizó la presidencia de su partido para imponerse como candidato dejando fisuras en el camino y provocando la salida de Margarita Zavala, lo cual le dañó. La ambición de Anaya y su precipitación por buscar la Presidencia envió a su partido muy abajo. Y José Antonio Meade, un no priísta que, más allá de sus atributos profesionales, no pudo con una pesada losa. Ningún candidato del PRI hubiera podido ganar en estas circunstancias. Algo que también influyó en esta “elección de uno” fue la guerra declarada entre PAN y PRI tras los comicios en Estado de México y Coahuila. La guerra fue escalando a niveles insospechados, no sólo impidiendo algún tipo de apoyo mutuo, como se asume ocurrió en otras elecciones, sino que provocó un daño a ambas partes, en beneficio de López Obrador. Los votos que perdió y dejó de recibir Anaya tras el embate de la coalición PRI-PGR fueron a dar a López Obrador, incrementando constantemente su ventaja.
Así pues, paradójicamente, el principal promotor de la campaña de AMLO fue el gobierno federal. Su invaluable ayuda, involuntaria pero eficaz, fue resultado de una enorme ceguera para entender lo que estaba ocurriendo. Los obradoristas tardaron en creer que esa guerra fuera real, pues para ellos era impensable que el PRIAN se dividiera arriesgando sus compartidos intereses y afinidades ideológicas por un pleito incluso personal y de mutuas amenazas penales. Suponían los obradoristas que en cualquier momento pactarían PRI y PAN para intentar detener a López Obrador. Jamás llegó tal acuerdo. Ya era imposible. Hasta ahora, los obradoristas mantuvieron la tesis de que la democratización mexicana en realidad era cosmética, que permanecíamos en situación semejante a la de 1988. Que las alternancias registradas en 2000 y 2012 eran mera simulación (pues alternaba ilusoriamente el poder dentro del PRIAN, único e indivisible). Desde luego ha habido y seguirá habiendo irregularidades, pero la democracia se distingue por estar abierta a nuevas alternancias pese a todo (a diferencia de regímenes de partido único o hegemónico). Se sienta ahora un importante precedente, pues el enojo, la frustración y el hartazgo han encontrado de nuevo una válvula institucional y pacífica de desahogo. Dijo AMLO en el Estadio Azteca que somos afortunados, pues podremos emprender la Cuarta Transformación de México por vía pacífica (“el movimiento, si no el más importante del mundo, sí uno de los más importantes”, agregó). Pero esta alternancia no se debe a la fortuna, sino a la construcción institucional y democratización de los últimos 30 años.
Vicente Fox tuvo una oportunidad de oro para cambiar sustancialmente el régimen; recibió gran apoyo y legitimidad para ello. Pero tiró dicha oportunidad al caño. Peña Nieto no gozó de gran legitimidad, pero recibió la oportunidad para reivindicar al PRI. En lugar de ello, lo hundió. Creyó que habíamos regresado a 1960, cuando nadie pedía cuentas político-electorales al PRI. López Obrador recibe su oportunidad para el cambio de régimen y el impulso profundo a la democratización, pues gozará de gran apoyo y legitimidad, mayor incluso que la que tuvo Fox. Por varias razones, muchos tienen serias dudas de que cumpla su oferta democrática (para no hablar de las económicas y sociales). Ya iremos viendo hacia dónde nos encaminamos con esta nueva alternancia.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1