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Las siglas cuentan mucho. O pregúntenle a José Antonio Meade, quien no puede quitarse de encima las del PRI y se hunde con él. Insiste en que es él quien estará en la boleta, pero en realidad lo acompaña el tricolor, para su infortunio. En cambio, unas siglas nuevas generan el espejismo de que un partido es fresco, prístino, limpio, aunque provenga de otro no tanto y pese a estar formado por militantes reclutados de partidos ya considerados como sucios y corruptos. El cambio de siglas es mágico. Ocurrió en buena parte con el PRD en 1989; surgió de una ruptura del viejo PRI en el momento de su conversión hacia el neoliberalismo, con la fusión de partidos y grupos de la izquierda histórica. Vino entonces la ilusión de un nuevo partido con elevados ideales y comprometido verdaderamente con el progreso de la nación. Cierto que los fundadores de ese partido que venían del PRI tenían trayectorias políticas limpias, o si acaso colas cortas. Pero conforme pasó el tiempo, y en aras de ganar estatura y debilitar al PRI, el PRD empezó a flexibilizar sus criterios de selección y a aceptar a priístas de toda laya. Sus nuevos miembros habían cruzado el río Ganges (como decía con sarcasmo Carlos Castillo Peraza), pues al saltar de partido se purificaban. Pero el PRD fue perdiendo credibilidad al demostrar en los hechos que no había mucha diferencia con otros partidos; en sus gobiernos hubo corrupción, abusos, antidemocracia y opacidad.
Morena ha surgido de una ruptura con el PRD. La razón que dio AMLO para esa decisión no fue la adopción de un modelo económico que sustituyera al previo, sino su participación del PRD en el Pacto por México. Pero resulta que la ruptura de Morena se dio antes de que siquiera se conociera dicho Pacto. La verdadera razón fue la pérdida de influencia de AMLO en el PRD. Y es que tras su derrota de 2012, que fue por una ventaja muy superior a 2006, López Obrador empezó a perder fuerza en el sol azteca. Ni siquiera había garantía de que pudiera ser candidato nuevamente en 2018. Requería de un nuevo partido para manejarlo discrecionalmente. Calculó bien AMLO, pues buena parte de los votos que él recibía en las contiendas presidenciales eran de él, no del PRD. Acusando al PRD de corrupción y claudicación de principios, las siglas de Morena surgirían como símbolo de pureza y congruencia, traicionadas por su partido matriz (como hizo el PRD con el PRI). Que el nuevo partido sea nutrido por muchos de quienes militaban en el PRD corrupto, además de por miembros del PRIAN —corresponsables del nefasto proyecto neoliberal y del Fobaproa, y del Pacto por México— es lo de menos. Ahora pertenecen al partido que se presenta como un referente moral de México. “Ha tomado la decisión de sumarse a esta lucha y eso lo exonera… Al momento en que se sale del PRI, se limpió”, dijo AMLO sobre uno de esos casos paradigmáticos.
Y la magia que las nuevas siglas ejercen en millones de ciudadanos que dan por sentado la pureza de ese partido se traduce en millones de votos que de otra forma no serían emitidos. Eso le genera la ventaja de que aquello que ofrezcan PRI y PAN no goza de credibilidad; gobernaron y no cumplieron. Las promesas del nuevo partido, en cambio, así sean inalcanzables, suenan creíbles por el hecho de que ese partido jamás ha gobernado, aunque muchos de sus cuadros y dirigentes sí lo hayan hecho desde distintos cargos, siendo corresponsables de la situación que ahora se condena. Algo semejante ocurrió con El Bronco en Nuevo León, bajo el espejismo de su candidatura independiente. Ahí hicieron caso omiso de sus 30 años de militancia priísta. La magia de las nuevas siglas explica en buena parte lo que está ocurriendo en este proceso. Así, cuando se impone el hartazgo, hay una fuerte motivación para que el elector pruebe con un partido formal y nominalmente nuevo (e incluso idealizarlo como un genuino referente moral).
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1