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Un revolucionario busca una transformación total, radical, profunda de la sociedad. Para lo cual considera inevitable desechar lo que había hasta entonces, partiendo de cero. Intenta construir una sociedad dorada sobre las ruinas del Antiguo Régimen, del que poco hay rescatable.
Considera que tales cambios generarán la reacción de los sectores afectados, por lo cual el marco democrático, más que ayudar a la transformación buscada, estorba.
De ahí que en el pensamiento revolucionario haya generalmente desprecio por la democracia política, y que se justifique la concentración absoluta del poder para realizar los cambios de fondo.
Y dado que el cambio social está por encima de los valores democráticos, vale la pena sacrificarla. También se recela de la democracia porque los cambios podrían ser revertidos por un futuro gobierno rival.
La concentración y perpetuación del poder por el partido revolucionario se percibe entonces como una condición para el triunfo y consolidación de la revolución. En esta óptica, tanto al conservador como al reformista se les coloca en el cajón de los “contrarrevolucionarios”, y por tanto enemigos declarados del pueblo. Ahí no hay puntos intermedios; o con la revolución o contra ella.
¿Es López Obrador un revolucionario? Así parece percibirse él; un Madero del siglo XXI que derrotó al neoporfirismo, pese a haber accedido al poder por vía pacífica.
Es también un nuevo Cárdenas que rescatará el programa social de la Revolución frente a las élites tecnocráticas. AMLO promete cambios profundos, radicales y definitivos; el posneoliberalismo (que en el Foro de Sao Paulo se equipara al socialismo del siglo XXI).
Un futuro idílico, donde los niveles de vida de los países escandinavos estarán al alcance de la mano; salud, educación, pensiones, mínima corrupción, distribución del ingreso. Una utopía realizable.
Culminará con todo aquello que las otras Tres Revoluciones no completaron. De ahí la reticencia de AMLO a los contrapesos, críticos e instituciones autónomas (que son “achichincles” de la mafia).
La neutralidad o autonomía no existen en su visión maniquea de buenos contra malvados. Quienes se oponen a su gobierno y proyecto son enemigos del cambio, y por tanto del pueblo. Contrarrevolucionarios, en suma (llamados conservadores, para matizar).
El PRD-Morena surgió de dos tradiciones revolucionarias y poco democráticas; el viejo PRI nacionalista (obregonismo, callismo, cardenismo, echeverrismo), y el socialismo revolucionario (marxismo, leninismo, trotskismo).
Y de esa visión revolucionaria surge también la intención de garantizar la continuidad de Morena - una nueva hegemonía, de ser posible, pues de lo contrario los conservadores podrían meter reversa a la Cuarta Transformación antes de que ésta arraigue en la sociedad.
Incluso, el interés por confeccionar una nueva Constitución sugiere la intención de consagrar ahí el programa posneoliberal para que sea muy difícil sustituirlo o modificarlo.
Desde luego, López Obrador ha insistido en que su compromiso con la democracia política es total, de modo que si los ciudadanos decidieran retornar a alguna forma de neoliberalismo bajo otro partido, podrían hacerlo libremente. Pero con los políticos bien se sabe que una cosa es lo que dicen y otra lo que hacen (y AMLO no parece ser la excepción).
¿Cuántos presidentes no prometieron respetar la democracia mientras hacían lo contrario? La democracia que AMLO dice defender dependerá de que no tome medidas que en los hechos la limiten.
Por ahora, hay señales de que se pretende alterar la equidad electoral en favor de Morena y concentrar el poder en el Ejecutivo (padrones levantados por Morena, programas sociales sin reglas de operación, superdelegados estatales, compra de legisladores, colonización de instituciones autónomas,).
Así ha sucedido, en todo caso, en otras democracias llamadas iliberales, con saldo claramente negativo para la democracia. Eso sí, en aras de una revolución social en marcha.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1