Solidaridad con Héctor de Mauleón.
Tras la Asamblea del PRI, parece haber entre los analistas consenso de que no puede ser descartado como contendiente para 2018. Sus probabilidades no son muy elevadas, pero tampoco son inexistentes. Su cuestionado triunfo en el Estado de México y su cierre de filas en torno a Peña Nieto durante la Asamblea (al menos por ahora), le dan nuevo aire y esperanzas de competir seriamente (pese a la losa de corrupción que arrastra). Algunos piensan que José Antonio Meade no sería mal candidato, por su relativa distancia del PRI (y su cercanía con el PAN), y su aparentemente limpio expediente personal y profesional, que podría captar votantes, hoy reacios a sufragar por el PRI, si es que logra alcanzar una posición competitiva frente a López Obrador. Desde luego, se intentará repetir la estrategia del Estado de México: reafirmar el voto duro, hacer alianzas con otros partidos (PVEM, PANAL) y dividir a la oposición con la consecuente fragmentación del voto. Y claro, desplegar tantos recursos públicos como sea posible para captar ilícitamente los votos faltantes para darle el triunfo (aunque en esta ocasión no hay garantía de que esa estrategia sea exitosa).
Con todo, la fragmentación del voto que ha dado el triunfo al PRI en varias ocasiones, podría ahora favorecer al candidato puntero, López Obrador. Se ha dicho que, de posicionarse el PRI en el segundo sitio (por encima del PAN), la elección sería un plebiscito: PRI sí o no. Pero, por otro lado, la elección también será un plebiscito sobre AMLO: sí o AMLO no (incluso si con quien compite es el PAN y no el PRI). Y es que lo que estará en juego (una vez más) es la continuidad del modelo actual (quizá con algunas mejoras y correcciones, en el mejor de los casos) con el PRI o el PAN a la cabeza, o bien, optar por el modelo que ofrece López Obrador (el retorno a los años previos a 1982, antes de instaurarse el neoliberalismo, fuente de todos los males actuales del país). Siendo esa la disyuntiva, hay un segmento de electores en la “orfandad electoral”, quienes no tienen para dónde hacerse, no desean que gane López Obrador, pero no quieren votar PRI o PAN (cualesquiera sean sus candidatos). No todos los que no están con AMLO están con “la mafia”, como él insiste. ¿Qué porcentaje constituyen esos electores? No queda claro en las encuestas, pero probablemente no son pocos. Y en un análisis cualitativo, muchos de ellos dicen que, a falta de otra alternativa de las que se vislumbran hoy —una que genere un cambio respecto del actual modelo, pero no que implique el retorno al echeverrismo—, no concurrirán a las urnas o anularán su voto, o quizá emitirán uno simbólico por algún independiente, si es que lo vale. Si ningún candidato logra captar ese voto “huérfano”, el anti-obradorismo por mayoritario que sea, quedará más fragmentado, dando paso quizá a un triunfo de López Obrador, así sea con una mayoría relativa y exigua. Es al menos lo que hasta hoy reflejan todas las encuestas; más o menos un 32 % para López Obrador, 28 % para el PAN, 25 % para el PRI (con todo y asociados), 10 % para el PRD (con alguno de los candidatos que se han barajeado para ese partido, considerando que se ve difícil que cuaje el Frente Amplio). Dicen los obradoristas que el eventual Frente PAN-PRD favorecería al PRI, pero dicen también que si cada uno va por su lado (como en el Edomex)… ¡también favorecen al PRI! (sólo uniéndose con AMLO no apoyarían al tricolor). Con todo, la probable fragmentación del voto favorecería a López Obrador más que al PRI. La diferencia en 2018 respecto de lo ocurrido en el Estado de México es que el PRI no tiene el control sobre todo el país como sí lo ejerce aún sobre aquella entidad, y ahora no está arrancando como puntero, sino que debe remontar su actual tercer sitio. De modo que la probable no concreción del Frente Amplio sería buena noticia para el PRI… pero mucho más para Morena. Pero si el PRD aceptara apoyar a un candidato panista, sería aún mejor para Morena, pues la mayoría del voto perredista iría a dar a sus arcas.
Profesor del CIDE