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La elección de 2018 no sólo dejó a un presidente muy fuerte sino que barrió con los partidos tradicionales, que quedaron debilitados, divididos, desprestigiados y confrontados entre sí. Ha quedado un fuerte vacío en el lado opositor, y se podrían trastocar muchos de los contrapesos que con dificultad se construyeron en los últimos treinta años. Lo cual abre a Morena y sus partidos satélites (incluido el PVEM, su nueva adquisición, y quizá un PES anticonstitucionalmente revivido), un campo abierto para reconstruir en alguna medida la hegemonía partidista que concluyó en 1997. Ese al menos parece el objetivo de López Obrador. De tal modo que para quienes no se sientan identificados con Amlo, y para quienes en el camino se vayan desencantando, no habrá muchas alternativas hacia dónde dirigir su voto. De hecho eso ocurrió en 2018, pero ahora el panorama opositor es desolador.
El PRI, que pudo sobrevivir tras su primera derrota en 2000 —y al que los electores le dieron una nueva oportunidad en 2012— ha quedado totalmente desprestigiado. Ahora que celebra su 90 aniversario, enfrenta su mayor crisis histórica y se ve difícil que la supere. Peña Nieto seguramente pasará como el enterrador de su partido. Es probable que en 2021 obtenga una votación incluso menor a de 2018. Y en la medida en que se debilite, podría convertirse en otro más de los partidos paraestatales que orbitan alrededor de Morena. Con el PRD la situación es más grave. No sorprenderá que varios de los cuadros y legisladores que aún tiene emigren a Morena, como muchos ya lo han hecho. Y fácilmente podría perder su registro en 2021. Movimiento Ciudadano puede que resista mejor, pero difícilmente al grado de convertirse una opción real de gobierno. Y si bien el PAN no sufrió una debacle tan fuerte, y aún mantiene un mínimo de credibilidad en ciertos sectores, ésta no parece suficiente como para recuperar – al menos no de inmediato - el papel de opción confiable que jugó durante los años de la hegemonía priísta. Los dos gobiernos que encabezó resultaron sumamente decepcionantes frente a las expectativas que históricamente generó; no terminó con la impunidad, no combatió de frente la corrupción e incluso muchos de sus miembros incurrieron en ella. El papel que desempeñó su candidato en 2018 representó un nuevo descalabro, así como divisiones más graves que las que ya arrastraba desde 2012. Eso hace que para muchos electores disidentes de Morena, el PAN tampoco sea una opción confiable, al menos en el corto plazo. Y los nuevos partidos que buscan su registro – incluido el de Calderón - no parecen tener oportunidad de ocupar ese vacío de manera eficaz.
Es cierto que la oposición en general podría manejar la magia de las nuevas siglas que en su momento sirvió muy bien al PRD, y sobre todo a Morena. PRI y PRD lo consideran. Pero las nuevas siglas tendrían que ir acompañadas de liderazgos suficientemente confiables. El de López Obrador lo fue esencialmente por la austeridad que mostró a lo largo de su carrera, lo que en un país con una clase política sumamente corrupta, ostentosa y cínica le valió recibir la confianza de amplios sectores (al grado de divinizarlo, muchos de ellos). Si en verdad se quiere generar una oposición eficaz que eventualmente pueda sustituir a Morena en el poder, tendría que surgir una nueva opción con algunos liderazgos confiables, bajo siglas nuevas, con aliados de varios partidos (que mientras más presentables sean, mejor). De modo que se genere una expectativa creíble de que las cosas podrían no ser igual que bajo los gobiernos del PRI y del PAN. En tanto eso no ocurra —y no se ve nada fácil— Morena podrá ir construyendo una nueva dominación partidista con muy pocos contrapesos. Por lo pronto, va en pos de mayorías calificadas en ambas cámaras —con ayuda de sus satélites— para que no le vuelva a ocurrir lo que sucedió con la Guardia Nacional.
Profesor afiliado del CIDE.
@JACrespo1