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El origen del problema migratorio con el gobierno de Donald Trump fue el anuncio que hizo López Obrador en octubre pasado respecto de los migrantes centroamericanos; se distinguiría de los anteriores gobiernos en que aceptaría a quienes quisieran salir de sus países para venir a México a trabajar. Desde luego, antes hubo muchos abusos y violaciones a los derechos humanos de los migrantes centroamericanos, y un gobierno que se presenta como progresista debía hacer algo para evitarlos.
Pero AMLO, en su afán por distinguirse de los gobiernos neoliberales, se siguió de largo y los invitó a venir a México, jactándose de una posición humanista. Numerosos expertos en el tema detectaron en ello al menos dos focos rojos: A) la política de “puertas abiertas” atraería a un número mucho mayor de migrantes centroamericanos a nuestro país, al grado en que no se les podría atender adecuadamente. Y generaría tensiones con los mexicanos ávidos de empleos y oportunidades. B) Esos migrantes probablemente no se conformarían con lo que México pudiera ofrecerles, sino que continuarían su camino a Estados Unidos.
Lo cual se traduciría en un número mayor que en otros tiempos de migrantes ilegales presionando la frontera norte. Y eso, evidentemente nos generaría un grave conflicto con el gobierno de Trump. Pero AMLO, según su costumbre, despreció la opinión de esos expertos, descalificándolos de xenófobos. Y, en efecto, el enojo norteamericano no se dejó esperar. Hubo varios avisos de ello, ante los cuales el gobierno puso oídos sordos, hasta que Trump decidió utilizar sus poderosos recursos comerciales para doblegar a López Obrador. Si por las buenas el mexicano no quiso prestar atención, por las malas sí lo haría. En este embrollo, no había forma de ganar para México.
Desde luego, hay división sobre qué tenía que hacer nuestro gobierno ante esa amenaza; ceder en materia migratoria para evitar el alza de aranceles, o bien apelar a las instancias internacionales ante una decisión ilegal de Trump, al tiempo de tomar medidas de retaliación para resistir. El gobierno decidió lo primero. Y por supuesto, una cosa es desactivar una bomba que sin duda nos hubiera resultado económicamente muy gravosa (el mal menor), y otra celebrar con campanas al vuelo lo que en realidad fue una cesión con bota de hierro en el cuello.
Ahora el gobierno de López Obrador tendrá que abandonar su política de apertura, dando un giro de 180 grados, pues el acuerdo exige un esfuerzo sin precedentes para detener dicha migración. Lo contrario de lo que proclamó inicialmente con bombo y platillo. Y la Guardia Nacional contribuirá a ello, según la directriz impuesta por Trump. Y también seremos finalmente algo muy cercano a un tercer país seguro (una “sala de espera segura”), algo que habíamos estado rehuyendo debido a las responsabilidades que de esa forma nos transferirá Estados Unidos. El costo económico y social puede ser elevado.
Además, el acuerdo advierte que de no bastar dichas medidas, se podrán implementar otras nuevas. Lo que significa que Trump podría apelar a este acuerdo para seguir dictándonos nuevas demandas migratorias, so pena de acusarnos de incumplir y aplicarnos lo que ya vio que es un eficaz instrumento de presión. Así lo dijo claramente en uno de sus tuits: “Si por alguna razón desconocida no se da (la cooperación de México), siempre podemos recurrir a nuestra previa, muy eficaz, posición sobre las tarifas” (9/VI).
El “gol del honor” para México fue que Marcelo logró que Estados Unidos acepte una política de inversión y ayuda a Centroamérica. ¿Y del flujo de armas de allá para acá? Nada. Al final, quedamos en peor situación que antes de la política de “puertas abiertas”. ¿Es motivo de celebración (con todo y homilías bíblicas)? No parece serlo. La realidad se volvió a imponer sobre la fantasía. La realidad es una gran socia cuando se le toma en cuenta, pero si se le ignora cobra facturas, a veces onerosas.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1