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No se puede decir que a los cinco años del gobierno de Enrique Peña Nieto éste haya sido satisfactorio. Al menos no lo piensa así cerca de 70% de ciudadanos. Los primeros dos años tuvo éxitos políticos con las reformas aprobadas dentro del Pacto por México, que habían quedado rezagadas por décadas. Desde luego, los sectores que desconfían de tales reformas no vieron en ello nada bueno, sino la traición a la patria, la entrega de los recursos nacionales al extranjero o la privatización de la educación. Condenaron al gobierno por ello, y a los partidos (o las corrientes dentro de ellos) que se sentaron a pactarlas. Pero otros sectores que consideraban necesarias las reformas, así como buena parte de la prensa internacional, las saludaron como un logro político de Peña, en algo de por sí difícil de conseguir; que las oposiciones más importantes se sentaran a negociar el diseño y aprobación de dichas reformas (según su plataforma, pues el PAN no avaló la reforma fiscal, y el PRD no lo hizo con la energética).
A fines del segundo año las cosas empezaron a complicarse al gobierno, que no pudo reaccionar adecuadamente y se abrumó; los 43 de Ayotzinapa no parecen haber sido responsabilidad directa del gobierno federal, pero diversos grupos de izquierda aprovecharon la tardía reacción gubernamental para endilgarle toda la culpa, limpiando de paso la que le correspondía al PRD en los gobiernos locales involucrados. Dicha marca no pudo ser sacudida por el gobierno y, de hecho, será un estigma que lo acompañará en su imagen histórica. Después surgió la Casa Blanca, que igualmente nubló la reputación del gobierno, que intentó limpiar su imagen con el dictamen a modo de un subordinado. Pero sobre todo, le siguió la indiferencia cuando no la complacencia de la gran corrupción de gobernadores priístas en varios estados del país. Eso tuvo un costo electoral, cuando en 2016 el PRI perdió varias gubernaturas simultáneamente. Como nunca antes había ocurrido. Para recuperar parte de la imagen manchada hubo de recurrir a la persecución de varios de los infractores del partido oficial.
Pero, también, para recuperarse del golpe electoral, pero sobre todo para preservar un fundamental bastión, se incurrió en una estrategia de compra del voto y uso de programas gubernamentales para preservar, con un pequeño margen y muchas dudas, la gubernatura del Estado de México y de Coahuila. 70% de ciudadanos, según encuestas, no cree que el PRI haya ganado esas entidades en buena lid, por lo cual se considera además que intentará repetir la estrategia en los comicios de 2018. Aún así, el PRI se ubicó desde el año pasado en el tercer lugar de intenciones de voto (en la elección presidencial), y no parece sencillo poder remontar dicha posición. Su mejor apuesta fue designar como candidato a un no militante, José Antonio Meade, con una imagen relativamente mejor que la de los demás aspirantes, y habiendo colaborado con un gobierno panista. Se trata de preservar el voto del PRI y agregar suficiente voto externo como para ser competitivo. Pero la mala imagen del PRI y del gobierno actual acompañarán a Meade en toda la campaña. De hecho, se siguen acumulando hechos de corrupción (Odebrecht, Estafa Maestra, operación Chihuahua). No le será fácil al candidato manejarse en dos aguas de manera simultánea; convencer a los priístas de que él gobernará a partir de los intereses partidistas, lo que aleja en esa medida a electores externos, que con dificultad podrían votar estratégicamente por Meade, pero en tanto lo vean compenetrado con las formas y el fondo priísta, quizá decidan no hacerlo. El costo de conciencia para esos electores no priístas que voten por Meade, no será bajo. Si además Meade no logra remontar el tercer sitio y emparejarse o incluso rebasar al Frente PAN-PRD-MC, ya no podrá ubicarse como finalista, y sus potenciales electores externos tendrán que dirigir su voto hacia otro lado. Pesado lastre, el que arrastra Meade.
Analista político.
@JACrespo1