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La relación entre López Obrador y las cúpulas empresariales ha sido frecuentemente distante, rijosa. Durante la campaña de 2006 se registró ya distanciamiento y desconfianza. Amlo se negaba a reunirse con sus liderazgos para explicar con más detenimiento su proyecto económico. Y declaró que todos los empresarios —sin excepción— eran evasores de impuestos. Varios de ellos pagaron publicidad mediática en contra de López Obrador (aún era legal). En 2018, la relación fue igualmente tirante. Además de las amenazas de cancelar el aeropuerto de Texcoco, AMLO no dejó de llamar “minoría rapaz” a la cúpula empresarial. Alfonso Romo (empresario convertido al obradorismo después de 2006), se dedicó a tranquilizar a sus pares; Texcoco iría, los programas sociales solamente se impulsarían hasta donde el sano presupuesto alcanzara (sin dañar gravemente instituciones y programas vigentes), y no habría nuevas refinerías sino que se rehabilitarían las existentes. Ese fue su discurso y el de su equipo. En una de esas pláticas a la que asistí, uno de los asistentes me comentó en corto: “Romo y su gente creen todavía que AMLO les va a hacer caso”.
Trascendió que líderes empresariales solicitaron a Enrique Peña Nieto que obligara la declinación de José Antonio Meade (cuando quedó claro que no levantaría) para apoyar con todo a Ricardo Anaya. Pero la guerra entre el panista y el presidente ya había escalado demasiado desde que surgió a raíz de los comicios del Estado de México y Coahuila en 2017. Peña temía que Anaya cumpliera su amenaza de llamarlo a cuentas, y probablemente optó por tomarle la palabra a López Obrador en su ofrecimiento público de impunidad al gobierno saliente (“para que no sientan que el mundo se les viene encima”). Semanas antes de la elección, Peña reunió a la cúpula empresarial en Los Pinos y mostró encuestas de la Presidencia (de 35 mil entrevistas) mostrando los resultados que después se confirmaron en las urnas. Peña les adelantó que AMLO sería el próximo presidente, y por tanto recomendó que arreglaran cualquier diferendo que tuvieran con él.
Al decidir López Obrador la cancelación de Texcoco (a través de una consulta popular amañada, que al menos no fue a mano alzada al estilo griego), Romo quedó en calidad de florero, lo que confirmó a la clase empresarial e inversionistas extranjeros que este gobierno no sería precisamente confiable para ellos. Una mala jugada de AMLO, si lo que quiere es que el país crezca al 4% en promedio. Algo que exige incrementar la inversión pública y privada. Lo cual a su vez requiere de señales de confiabilidad, certeza jurídica, garantías de cumplimiento de proyectos y contratos, todo lo cual se ha venido minando en estos meses.
La inversión alcanza hoy día 20% del PIB, cuando requiere ser de 25% para el crecimiento deseado. En la reunión de hace días entre varios empresarios (encabezados por el Consejo Coordinador Empresarial) y López Obrador, los empresarios ofrecieron incrementar la inversión privada a cambio de ciertas garantías y correcciones por parte del gobierno. En los discursos todo marchó sobre ruedas, pero ese mismo día el gobierno decidió cancelar rondas de contratación petrolera —farmouts— enviando la señal de que el acto de la mañana había sido otro circo más. El presidente del CCE se dijo extrañado, y contó que Romo también lo estaba. Si la credibilidad de Romo ya andaba por lo suelos, con esto habrá desaparecido del todo, puede suponerse. La ruta elegida por AMLO no parece ser la adecuada para crear confianza a la inversión, y no hay ningún indicio de que quiera corregir el rumbo.
Profesor afiliado del CIDE.
@ JACre spo1