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Desde luego el acontecimiento político más importante de 2018 fue la elección presidencial. Se dio paso a una nueva alternancia, que involucra no sólo un nuevo partido sino, en principio, un cambio de modelo económico (veremos hasta dónde). López Obrador no es, como varios han sugerido, el primer presidente de izquierda que tiene México. Al menos Lázaro Cárdenas lo fue, igual que López Mateos, Echeverría y López Portillo (que se declaró el último presidente revolucionario). AMLO es, eso sí, el primer presidente de esa tendencia que llega por vía de la alternancia. Desde luego la comparación con Echeverría y López Portillo no gusta a muchos de sus seguidores, pero sí con Cárdenas y, quizá, López Mateos. En todo caso, López Obrador viene de la izquierda del PRI, no de la tradición socialista o marxista (como Martínez Verdugo o Heberto Castillo). Su bandera ha sido el viejo nacionalismo-revolucionario.
Esta nueva alternancia es producto de los cambios políticos que se registraron desde 1988, sin los cuales no hubiera sido posible ni la de 2000 con Fox, ni la de este año con AMLO. Cierto es que a la democratización le falta mucho por avanzar, sobre todo lo que hace a la corrupción e impunidad. Pero en lo relativo al acceso al poder, hubo cambios sustanciales en los treinta años previos. El triunfo de López Obrador se nutrió de su larga campaña de doce años, aunada a la decepción con los gobiernos panistas y la corrupción rampante del PRI, en particular de su último gobierno. Eso se vislumbraba desde 2016, cuando las muchas alternancias se debieron esencialmente al hartazgo con la corrupción (tanto del PRI como de los gobiernos de PAN-PRD). El beneficiario más probable de ello en 2018 sería López Obrador. Pero durante 2017 la ventaja que guardaba el tabasqueño en las encuestas era apenas del 5 %. Dicha ventaja se disparó en 2018, en parte por haber un candidato del PRI no priísta, y uno del PAN que se impuso generando fracturas y descontentos. Pero sobre todo, por la confrontación entre el PRI y el PAN, producto de los desencuentros por la elección del Estado de México y Coahuila. El pleito no sólo fue de partidos, sino incluso personal entre Ricardo Anaya y el propio Peña Nieto. Y Mientras Anaya amenazaba con indagar a Peña, AMLO ofrecía borrón y cuenta nueva. El renovado uso electoral de la PGR contra Anaya dio en el blanco; pero los votos así perdidos fueron a dar a Morena. Y, como también se esperaba, muchos votos del PRI, Panal, PVEM, MC y PRD, aunque mantuvieron su lealtad en la pista legislativa, emigraron a favor de AMLO en la presidencial. Cerca de seis millones de votos estuvieron en esa línea.
Por otro lado, cabe insistir que la mayoría absoluta de la coalición obradorista en el Congreso no fue producto de la voluntad ciudadana, pues sólo 43% del electorado votó por ello. Es la obsoleta legislación electoral la que le permite a esa coalición tenga casi 20 % de sobrerrepresentación entre los tres partidos; sin esa cláusula, la coalición obradorista tendría sólo 215 de 500 diputados (en lugar de 310). El panorama político sería harto distinto. Esa disposición, contra la cual los perredistas (hoy en Morena) siempre se pronunciaron, difícilmente será retirada mientras Morena calcule que le beneficiará. Igual que hizo el PRI mientras tuvo ese mismo cálculo.
Finalmente, la muerte de la gobernadora de Puebla, Érika Alonso y el senador Moreno Valle son también un acontecimiento político por las circunstancias que la rodearon; el litigio poselectoral y el habitual rechazo de Morena al fallo oficial cuando éste no le favorece. Aún si fuese accidental, diversos segmentos la atribuirán a su adversario favorito; unos a Morena o al Estado, otros al PAN, o bien al crimen organizado. Y desde luego, la reacción de diversos actores ante el hecho le echan más gasolina a la hoguera de la polarización, que continúa en ruta ascendente.
Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1