Agradecer a las fuerzas armadas su apoyo en el rescate de sobrevivientes y las víctimas de los terremotos recientes no debe limitar una revisión crítica del papel que jugaron los militares como parte de una respuesta gubernamental que se caracterizó por la negligencia, lentitud e ineficiencia.
Los militares entraron en acción siguiendo las instrucciones del Plan DNIII y del Plan Marina para “coadyuvar” con el Sistema Nacional de Protección Civil. En algunos casos, los militares tomaron el control directo de las operaciones que ya estaban realizando ciudadanos ávidos de rescatar sobrevivientes piedra por piedra.
Todas las manos se juntaron por breves momentos para rescatar sobrevivientes: funcionarios civiles, policías, militares, ciudadanos. Pero esa magia se disipó pronto cuando los ciudadanos fueron desplazados y las autoridades pusieron barreras y controlaron el acceso a las zonas de derrumbe. En algunos casos, ese control recayó en los mandos militares.
En medio del caos urbano que siguió al terremoto, en las calles estaban ocurriendo brotes de una tendencia que ha sido endémica y encarnada: la militarización de las responsabilidades que por ley le corresponden a las autoridades civiles del país.
Los fenómenos de militarización han tenido un efecto perjudicial, no sólo para la sociedad, sino también para las Fuerzas Armadas. El uso intensivo de soldados en el combate al narcotráfico ha minado el prestigio de los efectivos militares pues los ha expuesto, por más de dos décadas, a tareas que orillan a los soldados al riesgo de corrupción y al de cometer abusos contra la población.
Ante la ineficiencia, falta de equipo y entrenamiento y ante la corrupción endémica de los cuerpos de policía, los gobiernos federales, de uno y otro partido, han caído en la tentación de militarizar la seguridad pública sin preocuparse demasiado por su falta de sustento en las leyes y en la constitución.
Militarizar la protección civil quizá no mine a tal grado el prestigio y la moral castrense, pero igual carece de sustento constitucional y podría ahondar el abismo de desconfianza entre las autoridades y los ciudadanos cansados de tanta negligencia, ineficiencia y corrupción civil.
En varios puntos de desastre, la Armada de México coordinó en forma directa las labores de rescate y absorbió en su cadena de mando al resto de sus coadyuvantes: la Secretaría de Gobernación, la Policía Federal, el mismo Ejército Mexicano y los rescatistas ciudadanos. La acción llevaba consigo un riesgo muy elevado para la reputación de la Armada si las operaciones escaparan al control del mando castrense y lo enfrentaran a la opinión pública.
Y eso fue lo que lamentablemente sucedió en el caso infame del Colegio Enrique Rebsamen, cuyos edificios, sostenidos con la corrupción de las autoridades de la ciudad de México, se desplomaron, como todos ya sabemos, sobre decenas de menores de edad y trabajadores de la escuela.
Al coordinar las labores de emergencia, la Armada de México también asumió los deberes y responsabilidades de relacionarse con los medios de comunicación e informar al país de las tareas de rescate en ese punto tan crítico, con un país en vilo y atento al rescate de más niños atrapados en los escombros.
Con esas nuevas atribuciones, la Armada entraba en terrenos no militares para los que visiblemente no estaba suficientemente preparada.
Con escasas habilidades de comunicación social, los militares exacerbaron, con información imprecisa, la controversia suscitada por la presunta existencia de una niña, a la que llamaron Frida Sofía, atrapada en los escombros del Colegio Enrique Rebsamen.
En lugar de los voceros del Sistema Nacional de Protección Civil, los militares se expusieron al frente de la palestra y el descrédito: un oficial del Ejército mexicano, el oficial mayor de la Secretaría de Marina y hasta un almirante subsecretario participaron en la sucesión de afirmaciones y desmentidos sobre la existencia de esa niña y el supuesto descubrimiento de más niños atrapados con vida bajo los escombros.
Aunque no existen razones para dudar de la voluntad y capacidad técnica de los militares para apoyar a la población en casos de desastre, es evidente que no existió de su parte una capacidad para manejar una comunicación social efectiva y confiable para informar con precisión de lo que pasaba en los labores de rescate.
Las televisoras que habían servido de caja de resonancia del rumor se lavaron las manos, echaron toda la culpa a los militares y alimentaron su descrédito. Ocurrió lo que menos querían las Fuerzas Armadas: un daño a su imagen pública, significativo e irreversible.
Otros errores adicionales de comunicación ocurrieron con la suspensión temporal de las labores de rescate sin que los militares dieran explicaciones suficientes o convincentes. El daño al prestigio militar se agravó cuando, sin investigar lo suficiente y de manera irresponsable, algunos colegas periodistas hablaron de “rapiña militar” al comentar imágenes de militares vistiendo chalecos de prensa que hallaron en los escombros de la vivienda del fotoperiodista que los había confeccionado.
Ahora que ya pasaron las labores de rescate, es fundamental que las autoridades militares actualicen sus planes de contingencia y aseguren que su acción se limite a la coadyuvancia, respete a la ley.
Por supuesto que en circunstancias extremas nadie se opondría si militares entrenados y equipados hagan a un lado a civiles inexpertos o ineficaces si eso facilita el rescate de sobrevivientes en el menor tiempo posible. Sin embargo, la sombra de la militarización debe ser una señal de alerta para experiencias futuras. Elegir la vía fácil de la militarizar la protección civil perjudicaría a la propia institución armada y separaría aún más a los ciudadanos de sus gobernantes.