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Se atribuye el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, así como el apoyo mayoritario de los ciudadanos a su gobierno, a una crisis de la democracia. Suele compararse este fenómeno con otros semejantes en el ámbito internacional. En realidad, no es la democracia la que está en crisis, en todo caso los partidos que dicen representarla. Por lo menos hasta ahora, una democracia representativa exige que los partidos políticos sean el vehículo para esa representación. Pero los institutos políticos no agotan en absoluto los cauces democráticos aunque de momento sean decisivos en la toma de acuerdos y disposiciones. Así lo demostró la marcha del pasado domingo, 5 de mayo. Uno puede estar de acuerdo o no con la marcha, pero no hay duda de que fue una expresión democrática. En todo caso, la crisis reside en los partidos políticos, no en el sistema. Es claro que los institutos políticos están en el origen de la decadencia porque Morena, de reciente creación, camina firmemente por la misma ruta que PAN, PRI, PRD, etcétera. La mímesis se debe a que sus cuadros proceden de los desechos de los otros partidos. Es decir, se incorporaron a Morena con las mismas mañas, aspiraciones, triquiñuelas y ambiciones con que militaban en sus institutos de origen. El deterioro procede de los partidos políticos, no de la democracia.
Los partidos políticos en México defraudan a los ciudadanos por los mismos motivos por los que se niegan a renovarse según demanda la actualidad. Los partidos ya no representan a los ciudadanos sino a sí mismos o, lo que es lo mismo, a los intereses de sus dirigencias. Estos institutos no buscan políticos libres e independientes sino siervos de la causa de una marca o de una empresa, alejados de sus representados, indiferentes a la sociedad que justifica su existencia. En este contexto, sobresalen aquellas figuras públicas que entienden cabalmente que un partido político es un cauce y no un fin en sí mismo. Pocas personalidades se inscriben en estas posiciones. Dos me parecen representativas, López Obrador y Felipe Calderón. Curiosamente, antagonistas, pero exponentes de una rivalidad que muestra la fortaleza de la democracia. Habrá quienes apoyen a uno o a otro, quienes critiquen a uno o a otro, pero ambos representan independientemente de sus principios, convicciones e idearios, que la política es servicio a los ciudadanos y que un partido es únicamente el instrumento para ejercerlo. Así lo prueba la honradez personal de ambos.
Si México carece de oposición en las instituciones democráticas es porque los partidos políticos abdican de su responsabilidad; si no surgen nuevas personalidades que encabecen la obligada transformación de los partidos, es a causa del servilismo impuesto desde las dirigencias y asumido en lo personal; si en cada partido las ambiciones personales de unos pocos trazan el rumbo del partido se debe a que la democracia interna ha sido abolida. Es absurdo que los partidos se consideren opciones democráticas cuando cancelan cualquier actuación democrática en su interior.
Los partidos como los conocíamos están agotados, pero no implica que lo esté la democracia. Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador demuestran que el político es indispensable si no olvida que servir a la sociedad es su fin último. La escasez de individuos de esta estirpe revela el tamaño de la crisis de nuestra clase política, pero su presencia y su significado exponen que es posible la renovación.