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El presidente Erdogan había dicho muchas veces que las elecciones se celebrarían en noviembre de 2019; es decir, “a su debido tiempo”. Pues no. “El hombre propone, Dios dispone”. Las turbulencias económicas, el desplome de la divisa turca y la presión de su aliado electoral, el ultraderechista Partido de Acción Nacionalista, obligaron al presidente a adelantar un año y medio el calendario electoral: los turcos votarán el domingo 24 de junio, unos días antes que nosotros, al calor del fervor patriótico exaltado por la victoria, en el norte de Siria, contra los kurdos. Mustafa Kemal Atatürk, el Padre de los Turcos, fundador de la Turquía moderna y general victorioso, cambió, simbólicamente, el viernes como día de reposo por el domingo. Por eso votarán el domingo 24.
Esas elecciones son un buen pretexto para hablar un poco de lo que pasa en ese gran país, orgulloso de su pasado imperial. El año pasado, un referéndum aprobó la reforma constitucional que establecerá un régimen presidencialista al día siguiente del voto; ese nuevo gobierno concentrará aún más el poder en manos de un Recep Tayyip Erdogan que no puede perder la reelección. Como en México, presidenciales y legislativos coinciden; se sabe quién va a ganar, la única duda es qué tanto logrará la oposición, mejor dicho, los partidos opuestos a Erdogan e incapaces de unirse.
Levent Ylmaz, colega historiador, tuvo que dejar Turquía por la represión desatada a consecuencia del golpe militar fracasado en julio de 2016. Desde París, nos dice que las esperanzas de los primeros diez años del siglo XXI ya se perdieron. En lugar de la modernización económica y social, acompañada de una democratización política, se presentaron “los demonios del pasado” y “nos encontramos con una política demasiado conocida, la que prevalió en todas las épocas de la Turquía moderna: una política autoritaria, nacionalista, militar y antikurda —un factor que no debe olvidarse”.
Erdogan llegó legal y democráticamente al poder, otro factor que no se puede olvidar. Los turcos “sabían muy bien que la libertad no vendría nunca del lado del kemalismo autoritario y nacionalista”. Eso le dio su oportunidad a los musulmanes moderados, los que Europa comparaba a su Democracia Cristiana, los que querían entrar en la Unión Europea. La apertura de las negociaciones con Bruselas y Estrasburgo, en diciembre de 2004, fue celebrada como nuestro 16 de Septiembre, pero, en 2009, Nicolás Sarkozy y Angela Merkel tapiaron la puerta de entrada. Eso golpeó rudamente la esperanza de evolución hacia una democracia liberal, esperanza que Erdogan no había contradicho hasta el momento aquel.
El rechazo humillante sufrido por Turquía, si bien no explica todo, contribuyó en despertar lo que caracteriza la personalidad de Erdogan, en su segunda, o tercera fase política. Le dio la oportunidad de realizar su gran proyecto de una presidencia muy fuerte, sin contrapesos en forma de Parlamento y Judicatura independientes. A partir de 2013, al chocar con resistencias por parte de la juventud occidentalizada, aceleró su marcha hacia un poder personal absoluto. Es cuando se desarrolló la dimensión megalomaniaca de quien se presenta como la fusión entre el Sultán Rojo, Abdülhamid y Atatürk, dos modernizadores autoritarios. Amenazado en su ambición cuando su partido perdió las elecciones en 2015, recurrió al viejo truco infalible: la guerra contra los kurdos, para lograr la unión sagrada de los turcos; contra los kurdos, primero en Turquía, luego en Siria, en una invasión que llevó el nombre estupendo de “Ramo de olivo”.
Ahora sin rival, multiplica los proyectos faraónicos, tal como abrir un canal marítimo paralelo al estrecho natural que une el Mar Negro al Mar de Mármara, a la altura del Bósforo; según los expertos ambientalistas, causaría una catastrófica alteración de los mares que uniría. Por lo pronto, ha logrado establecer una dictadura apenas encubierta, ahora sí, con el apoyo de la mayoría de los turcos.
Investigador del CIDE