Domingo en la mañana, hora de la misa. No hay tanta gente como podría uno pensar, al leer las estadísticas. Hace dos mil años, alguien camina en la ribera de un lago de Palestina. Ese alguien habla a los que lo escuchan. Con palabras claras, nada complicadas, que un niño entendería perfectamente. Dos mil años después, la gente en el templo se arrodilla cuando el sacerdote levanta una ostia blanca y redonda. Los niños presentes se aburren. Es una hazaña la de aburrir a los niños con palabras que siguen siendo nuevas y es una hazaña que ocurre cada domingo. No debería ser así, menos aún el domingo de la resurrección que, para los cristianos, debería provocar una explosión de alegría.
Esa alegría sigue muy viva en las Iglesias ortodoxas, que han conservado, para Navidad y Pascuas, toda la alegre frescura de la antigua Cristiandad; han conservado mucho mejor la antigua tradición que las Iglesias católicas, reformadas, puritanas, evangélicas. Esa alegría casi infantil que manifiestan los miembros de la Iglesia rusa o griega y de sus hermanos en el resto del mundo (recuerdo la Pascua en la Iglesia ortodoxa de Francia) es bastante extraña para un católico, más sorprendente aún para un protestante: ¡que exagerados! Cito a un peregrino que escribía lo siguiente, desde Jerusalén: “Asistí a la Pascua de los católicos romanos, pero su fiesta no tiene nada que ver con la celebración de la Iglesia ortodoxa. Los católicos no se veían muy felices —perdón por suspender la transcripción, pero me acuerdo de repente de Nietzsche, que decía que, para creer en la Resurrección, necesitaba verla reflejada en la cara de los cristianos— mientras que para nosotros aquel día es una fiesta, hasta para los animales. Las caras de los católicos se ven serias, hasta tristes, incluso en aquel día. Eso me hace pensar que, por lo tanto, sus almas no son realmente felices. No quiero comparar las dos denominaciones, ni mucho menos condenar a los católicos, pero no puedo dejar de sentir como, entre nosotros, todo el mundo goza y brinca de gusto cuando repican las campanas y la santa primavera florece para todos nosotros”.
El historiador recuerda que en el monumental Diccionario de Teología católica, publicado en Francia, entre 1920 y 1950, si bien hay artículos sesudos intitulados “Trinidad”, “Encarnación”, “Redención”, los tres grandes “misterios”, no se puede encontrar la entrada “Resurrección”. ¡Qué cosa fantástica! Ciertamente, el movimiento litúrgico posterior y el concilio Vaticano II rescataron a la no menos misteriosa Resurrección, pero ese olvido fenomenal corresponde al hecho que, durante siglos, la Iglesia católica, seguida por la piedad popular, ha preferido insistir sobre el dramatismo trágico y sangriento del Viernes santo: sufrimiento, tormentos, agonía y muerte en la cruz. Hace pocos años, la película dirigida por Mel Gibson manifestó la persistencia de tal sensibilidad. Nada que ver con los abrazos entusiastas de los cristianos ortodoxos que no se cansan de repetir durante semanas “¡Cristo ha resucitado!” Para contestar “¡En verdad ha resucitado!”.
La religión cristiana se dogmatiza, perdonando el neologismo bárbaro; eso tiene una dimensión positiva, pero cuando uno pregunta a los fieles qué es lo que creen, queda asombrado por las contestaciones. La Trinidad ha dejado de ser un problema porque no tiene sentido; el pecado original o el libre albedrío también, y del dogma no queda gran cosa; adiós al alma, la vida eterna, el Juicio final. Eso sí, tienen otras creencias poco o nada cristianas: ángeles, rencarnación, esoterismos diversos. La rutina social mantiene algunos sacramentos como bautizo y matrimonio y los ritos funerarios. Triunfa el sentimentalismo religioso y los buenos sentimientos, lo cual es respetable, pero queda un poco corto. ¿Será que una historia que empezó hace poco más de dos mil años llega a su fin? Sí, pero no es la primera, ni la última vez. Es una historia inagotable, la de un tal Jesús, que va de las Pascuas de Navidad a las Pascuas de Resurrección. ¡Felices Pascuas!
Investigador del CIDE