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En 1961, cuando estaba a punto de zarpar hacia Israel, Chris Marker me recomendó visitar a dos personas, al padre Gauthier, un francés que vivía en Nazaret, y al periodista israelí Uri Avnery. El primero me reveló la gravedad de la cuestión árabe en Israel; el trabajo en el kibbutz no me dio tiempo para viajar a Tel Aviv. En 1982, en medio de la guerra entre palestinos y el ejército israelí que había invadido Líbano, el segundo nombre saltó a la primera plana de los periódicos: “Uri Avnery, el israelí que juega ajedrez con Yaser Arafat en medio del bombardeo”. Desde aquel entonces no perdí la pista de aquel hombre extraordinario y, en los últimos años, gocé del privilegio de estar en la lista de las personas a las cuales mandaba, cada viernes, su artículo.
El último me llegó el viernes 3 de agosto. El 10, nada. El 17, nada. Le escribí varias veces, para señalar que podía ser una falla de internet, pero temía algo grave. Así fue. El 20 de agosto fue anunciada su muerte. Íbamos a celebrar sus 95 años en septiembre… Murió en la raya. Su último artículo se intitula: ¿Quiénes somos, por Dios? y es una crítica despiadada de la ley aprobada al vapor por el congreso “Ley básica: Israel Nación-Estado del pueblo judío”. Cito: “Hace años tuve una discusión amistosa con Ariel Sharon. Le dije ‘primero soy israelí, y después judío’; él contestó con vehemencia ‘primero soy judío, y solamente después israelí’. Puede parecer un debate abstracto cuando, en realidad, es medular en todos nuestros problemas, al centro de la crisis cuya causa inmediata es esa ley constitucional. Cuando se fundó Israel, en 1948, no hubo Constitución porque las exigencias de los religiosos ortodoxos no lo permitieron. Ben-Gurion leyó una Declaración de Independencia, anunciando ‘estamos fundando el Estado judío, el Estado de Israel. (…) ¿Qué hay de nuevo en la nueva ley que, a primera vista, parece copia de la declaración? Hay dos importantes omisiones. La Declaración hablaba de un Estado ‘judío y democrático’ y prometía igualdad para todos los ciudadanos, sin consideración de religión, etnicidad o sexo. Eso desapareció. Nada de democracia, nada de igualdad. Un Estado de judíos, por los judíos y para los judíos. (…) La nueva Ley de la Nación, por su naturaleza claramente semifascista, nos muestra cuan urgente es el debate para decidir quienes somos y a cuál mundo pertenecemos. De otro modo estaremos condenados de manera permanente a un estado de impermanencia”.
Uri nace en Alemania en 1923 y recuerda muy bien la asunción de Hitler; se niega a hacer el saludo nazi en la escuela y, felizmente, sus lúcidos padres no tardan en emigrar hacia la Palestina bajo mandato británico. Crece en un kibbutz y, ardiente nacionalista, milita a los catorce años en el movimiento extremista de derecha Irgun y participa en la lucha violenta contra los ingleses. En 1941 deja la organización porque no acepta sus posiciones socialmente reaccionarias y antiárabes. En la guerra de 1948, pelea en la brigada conocida como Zorros de Sansón, antes de caer gravemente herido. Esa guerra lo convence de la existencia del pueblo palestino y de que no puede haber paz si no está concluida con dicho pueblo.
Desde 1948 y hasta su muerte, ese gran patriota israelí de izquierda no ha dejado de luchar por una paz justa. Hace unas semanas, en el pico de la nueva crisis de Gaza, me escribió que él era “por desgracia, un optimista impenitente” pero que entramos en las tinieblas. De 1950 a 1993 combate desde las columnas de su semanario Ese Mundo (Haolam Hazeh) y desde su curul en el parlamento. Su encuentro con Arafat durante la Batalla de Beirut lo aleja de los electores; en 1993 crea el Bloque de la Paz, Gush Shalom. Todo eso le vale amenazas, acusaciones de traición, atentados: una paliza le rompe los dos brazos, una bomba golpea su periódico, en marzo de 2006 el dirigente del Frente Nacional Judío declara bendita la bala que nos librará de Avnery. El héroe murió de muerte natural. Su gloria no pasará, su voz seguirá clamando y, un día, la escucharán.
Investigador del CIDE