Por desgracia para los creyentes y para los no creyentes, que creen en las bondades de una sana distinción entre lo de César y lo de Dios, el conflicto entre Rusia y Ucrania ofrece un claro ejemplo de instrumentalización de la religión. Las tensiones entre los dos países, entre sus gobiernos, desembocaron en una fase militar de enfrentamientos que han cobrado más de diez mil muertos; Moscú anexó a Crimea y alentó movimientos separatistas en las provincias fronterizas con Rusia, de manera que existe un foco bélico y un riesgo de conflagración mayor en el corazón de Europa. En septiembre del año pasado, cuando empezaba la campaña electoral para las presidenciales de marzo 2019, la popularidad del actual presidente, candidato a la reelección, Petró Poroshenko, estaba por los suelos.

¿Qué hacer? Se le ocurrió levantar la bandera nacionalista religiosa ucraniana, siguiendo el ejemplo del presidente ruso que sueña con restablecer la unión de “todas las Rusias”, la Gran Rusia moscovita, la Pequeña Rusia de Kiev, “cuna de la rusidad”, la Rusia blanca o Bielorrusia, la Rusia roja (Transnistria de Moldavia). Ambos manipulan la religión, mejor dicho, las Iglesias. Nos encontramos en tierra ortodoxa, pero si en Rusia misma hay una sola Iglesia ortodoxa, la del Patriarcado de Moscú, en Ucrania la división religiosa es muy grande entre los cristianos en general, como entre los ortodoxos. Es el resultado de una larga y conflictiva historia. La cuarta parte de los cristianos son “grecocatólicos” o “católicos ortodoxos”, es decir, de ritos y costumbres orientales, pero en unión con Roma desde fines del siglo XVI; concentrados en la parte occidental de Ucrania, corazón del nacionalismo ucraniano. En cuanto a los ortodoxos, el 60% de las parroquias —estadísticas fiables de 2004— se encuentran bajo la jurisdicción del Patriarcado de Moscú que afirma que su autoridad cubre todo el territorio de la antigua URSS. El resto se divide, o dividía, entre dos o tres Iglesias ortodoxas, desconocidas y denunciadas por Moscú y no reconocidas por el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que no quería ofender a Moscú. Situación congelada, sin conflictos mayores entre 1991 y 2018.

En el verano pasado, el presidente Poroshenko se pronunció a favor de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, separada de Moscú después de la implosión de la URSS en 1995. Lo hizo, no solamente porque considera que el clero sometido a Moscú es un caballo de Troya (lo acusa de haber apoyado a los separatistas del Donbass), sino porque el conflicto creciente entre los patriarcados de Moscú y Constantinopla se lo permitían. En septiembre, llegaron a Kiev dos legados del patriarca Bartolomeo de Constantinopla para preparar el reconocimiento de la Iglesia de Kiev.

Furor en Moscú: el patriarca Kiril convoca un sínodo extraordinario que denuncia “la grosera violación del derecho canónico; la inadmisible intrusión de una Iglesia local en el territorio de otra”. Mientras, Poroshenko proclama: “El ejército defiende nuestra tierra, la lengua defiende nuestro corazón y la Iglesia defiende nuestras almas”. Una Iglesia instrumento de la política imperial de Moscú contra una Iglesia instrumento de la política nacional de Ucrania.

El 11 de octubre, Constantinopla anuló la subordinación de los ortodoxos de Ucrania a Moscú; el patriarca Kiril contestó con la ruptura de relaciones y “la comunión eucarística” con el patriarcado ecuménico. ¿Coincidencia? Pocas semanas después, Moscú afirmó su control sobre los secesionistas prorrusos y cerró el estrecho de Kerch en el mar de Azov, capturando barcos y marineros ucranianos. Escalada más verbal que militar. Eso obliga a Trump a cancelar su reunión con Putin en el G20.

El 6 de enero de 2019, la navidad en el calendario ortodoxo, nuestra Epifanía, el patriarca Bartolomeo consagró a Epifanio, electo en diciembre por 200 obispos, como cabeza de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania. “Día de nuestra independencia definitiva de Rusia”, dijo Poroshenko.


Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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