El gran escritor turco Orhan Pamuk debió a su premio Nobel de Literatura escapar a la vindicta de la justicia al servicio del presidente Erdogan; había sido inculpado por atreverse a emplear la palabra prohibida, “genocidio”, a propósito del exterminio de los armenios entre 1915 y 1922, y de la durísima represión contra los kurdos a finales de los años 1930 y otra vez en los años 1970. Parece que aquella nación sin Estado, repartida entre Turquía, Siria, Irak e Irán, está condenada a sufrir sin fin, a ser utilizada, mangoneada y traicionada.
El poder otomano los usó en todas sus guerras entre 1876 y 1918, los lanzó contra los armenios en 1915, franceses e ingleses los usaron contra el imperio otomano durante la Primera Guerra Mundial y les prometieron un Estado nacional, un Kurdistán, que olvidaron a la hora de los tratados de paz. Stalin los manipuló contra Irán e Inglaterra, Moscú continuó la misma política y Washington no se quedó atrás, pero siempre, siempre, abandonaron al kurdo cuando dejaba de ser útil. La comunidad kurda más numerosa se encuentra en Turquía, separada de las otras por fronteras políticas trazadas en 1923, por el tratado de Lausanne que hizo pedazos a una de las dos naciones más antiguas en la región: armenios y kurdos tienen una presencia histórica de casi 4,000 años.
En Turquía, han sufrido más aún que en Irak y Siria. En los años 1930, el poder pretendió liquidar militarmente su existencia. En los últimos cuarenta años, la represión ha sido casi permanente, con breves descansos, para acabar con el PKK (Partido Nacionalista Kurdo), que optó por la lucha armada. La lengua kurda fue prohibida hasta 1991. Durante los primeros años de su gobierno, Erdogan optó inteligentemente por la búsqueda de una solución pacífica, el PKK renunció a la guerrilla, surgió un partido democrático kurdo con presencia en el parlamento. En el verano de 2015, la tregua se acabó de repente, cuando el partido de Erdogan sufrió una relativa derrota electoral: por primera vez en diez años, perdió el control de la Cámara por “culpa” del partido kurdo que recibió los votos de muchos jóvenes turcos con aspiraciones democráticas. Arrestos, prohibición del partido, ofensiva del ejército en todo el Sureste de Turquía (la región kurda), y… nuevas elecciones fácilmente ganadas, ahora sí. 2015-2019, ocupación militar de la zona, miles de muertos. Silencio universal. Turquía es el gran aliado de EU y de la OTAN.
Mientras, en el marco de la guerra en Irak y Siria, contra el Califato y Al Qaeda, americanos y rusos experimentaron que los únicos verdaderos combatientes contra aquel enemigo eran los kurdos: los armaron, asesoraron, lanzaron a la batalla; los kurdos pusieron los muertos y ganaron las batallas. Muy preocupado, Erdogan estima que esos territorios kurdos a lo largo de su frontera, bien podrían servir de santuario para una nueva guerrilla kurda en Turquía: su ejército entra en el Noroeste de Siria.
Es cuando, sin decir agua va, el presidente Trump anuncia, a fines de diciembre 2018, que va a retirar sus soldados de la región, porque ya se ganó (dice él) la guerra contra los islamistas. Contra la opinión de sus expertos y de sus generales. Alegría de Erdogan, Putin, los ayatolas iraníes; consternación entre los kurdos, traicionados una vez más, abandonados frente a la seria amenaza turca. Renuncia del general Mattis, secretario de Defensa de los EU. Quince días más tarde, Washington declaró que pediría garantías para los kurdos, tras salir de Siria. ¿Cuáles garantías? No aparece la palabra “kurdos”, sino que Ankara debe “asegurar que la defensa de Israel y de otros amigos de EU en la región esté garantizada”. Que “sus acciones militares (de Turquía) no pongan en peligro a las fuerzas de oposición sirias que han luchado con nosotros”. Nada más. Palabra que al presidente Erdogan le hicieron lo que el viento a Juárez: advirtió que atacará a los kurdos tan pronto como EU haya retirado todas sus fuerzas de Siria.
Investigador del CIDE.
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