La paciente Iglesia romana la sabe practicar. Cuando se firmaron los “arreglos”, en junio de 1929, entre el Gobierno mexicano y Roma, muchos cristeros se sintieron sacrificados; sintieron peor cuando el Estado dejó de cumplir con los arreglos. Entonces uno de los dos obispos dijo que los inconformes no conocían “la ciencia de ganar perdiendo”.
Eso ocurrió muchas veces en la historia. Por ejemplo, cuando Napoleón puso fin a la rudísima persecución religiosa emprendida por la Revolución Francesa, dictó su voluntad en forma de un concordato que puso, hasta 1905, la Iglesia bajo control del Estado; exigió la renuncia de los obispos que habían sobrevivido a la cárcel, deportación, guillotina. El Papa —hay que recordar que su predecesor acabó en una fosa común en Francia— les pidió ese sacrificio.
Semejante historia la están viviendo ahora los católicos chinos. Cuando los comunistas tomaron el poder en 1949, organizaron las cinco religiones reconocidas (budismo, taoísmo, islam, catolicismo, protestantismo) en asociaciones patrióticas, dejaron abiertos los templos, pero expulsaron, por ser extranjeros, a diez mil pastores y sacerdotes. En 1951, el gobierno ordenó a los católicos romper relaciones con Roma y creó la Iglesia Patriótica de China, la cual, hasta ayer, si bien podía gestionar los templos autorizados, tenía que desconocer la autoridad del Papa. De manera que, al lado de la Iglesia oficial, totalmente controlada por el Estado, nació una Iglesia de las catacumbas. Roma no reconocía, incluso excomulgaba, a los obispos nombrados por Beijing, nombraba y consagraba los obispos de la clandestinidad.
Todos los cristianos —los protestantes eran y son más numerosos que los católicos: hoy se habla de catorce millones de católicos y de cuarenta a ochenta millones de protestantes— sufrieron una dura y sangrienta persecución en tiempos de Mao, especialmente durante la Revolución Cultural. Después, alternaron temporadas de tolerancia y de represión; la última ofensiva empezó en 2016, contra todas las religiones, muy duramente contra los Uigur musulmanes del Turkestán chino; duramente contra los católicos, que por reconocer un “soberano extranjero” no son “buenos chinos”, menos duramente contra los protestantes que no dependen de una organización internacional.
Hace mucho que Roma intentaba conciliarse con Beijing y poner fin al cisma de dos Iglesias católicas. El gobierno mantuvo, desde un principio, dos exigencias: que la Santa Sede cerrara su embajada en Taiwán, que el gobierno controle el nombramiento de los obispos. Ese segundo punto fue, a diferencia del primero, lo que Roma no aceptaba. El historiador recuerda que fue la manzana de discordia entre emperadores y papas, en la Edad Media, y que, en la época moderna, los reyes, católicos ciertamente, ganaron la manzana, en forma de concordatos o patronato real. El problema, argumentaba Roma, es que el gobierno de Beijing quiere destruir la religión; concederle el poder de escoger a los obispos, dejando al papa la sola consagración; sería introducir un caballo de Troya en la Iglesia.
¿Cuáles garantías habrá recibido el papa Francisco? Lo ignoramos, porque aún no se publica el acuerdo concluido entre las dos potencias y anunciado el 22 de septiembre. Lo que se sabe es que el Vaticano reconoce a los obispos de la Iglesia Patriótica y que los futuros nombramientos se harán de manera amigable. ¿Cómo? Puedo imaginar una solución a la francesa, cuando Roma, durante la Tercera República anticlerical, después de prudentes consultas, presentaba una terna al gobierno que manifestaba su preferencia. Los que van a pagar el pato son los obispos fieles, los de las catacumbas; el anciano cardenal Joseph Zen, obispo emérito de Hong-Kong, ya manifestó su inconformidad. El papa contestó que asumía toda la responsabilidad: “Esto no es una improvisación, es un camino de verdad. Pienso en la resistencia de los católicos que han sufrido y sufrirán. Pero ellos tienen una gran fe. La fe martirial de esta gente va adelante, son grandes”. Como los mexicanos de los años 1930.
Investigador del CIDE.
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