Parece que el Muro de Berlín cayó hace siglos; ahora sabemos que eso no anunciaba el fin de la historia y mucho menos el triunfo definitivo de la democracia. Por cierto ¿qué es la democracia? No existe sin adjetivos y por eso tenían razón los soviéticos al bautizar como “democracias populares” los Estados que se habían englobado, después de la segunda guerra mundial, en su zona de influencia.
“Popular” remite a “pueblo”, igual que democracia que remite a la palabra griega, demos. “Popular” nos lleva, sin juicio de valor, por el puro sonido, a “populista” y, una vez más, nos encontramos con lo escurridizo que son ciertas palabras como democracia, pueblo y populismo. No solamente a lo largo de los siglos, sino hoy mismo. Los observadores señalan el auge de los movimientos “populistas” en el mundo entero. “Populistas”, Putin, Erdogan, Trump; populistas los dirigentes europeos de las antiguas “democracias populares” (sin que eso tenga nada que ver con el relativamente breve episodio comunista), pero también de Italia y los candidatos al poder en el resto de Europa, las dos Le Pen, entre otros. ¿Populista, nuestro presidente Andrés Manuel López Obrador? Ciertamente, si eso quiere decir que ganó las elecciones (un elemento indispensable de cualquier democracia formal, cualquier Estado de Derecho) con el apoyo masivo del pueblo. La base fundamental de todo sistema democrático es el pueblo, que sea soberano o no.
Putin, Trump, Erdogan y los demás Orban y Salvini ganaron las elecciones limpiamente, por lo menos la primera vez. ¿Significa eso que sean demócratas sin adjetivos? Democracia: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; por eso se habla de soberanía popular. El pueblo es soberano durante unas horas, unos minutos, el tiempo de meter la papeleta de su voto en la urna. No hay, no puede haber democracia directa, o solamente en países chiquitos, eso lo sabían dos nostálgicos de la democracia directa, Jean-Jacques Rousseau y Alexander Solzhenitsyn. Esa inevitable delegación de poder engendró la política, para bien y para mal, y los griegos que sabían todo, inventaron todo, nos advirtieron de la inevitable decadencia de cualquier forma de gobierno y del giro sin fin de la noria: monarquía (poder de uno solo), aristocracia (poder de los mejores, unos pocos), democracia que degenera en kakocracia, lo que lleva a la dictadura, al poder de uno solo…
Jacques Maritain, filósofo cristiano, un tiempo muy leído en nuestra América, definía el pueblo como “la multitud de humanos que, unidos por leyes justas, una recíproca amistad y para el bien común, forma una sociedad o un cuerpo político”. Y ahí les va lo bueno: “el pueblo es la sustancia libre y viva del cuerpo político, por eso el pueblo está encima del Estado, el pueblo no es para el Estado, el Estado es para el pueblo”. Cuando un rey dijo “el Estado, soy yo”, cuando un presidente dice “el presidente es el Estado”, no hay que malinterpretarlo, como se hace generalmente, no es el dictador que habla, sino el representante del pueblo, el servidor del pueblo que pone el Estado al servicio del pueblo.
Los populistas —no distingo entre populistas de derecha y de izquierda— comparten una cultura de la sospecha: ven por todos lados entes oscuros, poderosos y casi invisibles; sacan su fuerza de la denuncia, legítima, por cierto, del mal funcionamiento de la democracia, de la corrupción de los partidos y de los hombres políticos, del contubernio entre política y negocios. Se vuelven subversivos y amenazan la democracia únicamente cuando oponen el “verdadero pueblo” a las “élites” a las “mafias del poder”, mafias de todo tipo, “mafia de la ciencia”, “aristocracia de tercera no digna de entrar al paraíso”, “sociedad civil” que traicionan al pueblo y pretenden saber mejor que él lo que es bueno para él. El presidente que encarna al pueblo sabe mejor que todas las élites aristocráticas, los pocos que se creen los mejores.
Cultivar de esa manera los antagonismos no contradice la naturaleza de la democracia que, por definición, es manifestación de sentires opuestos, pero si el cultivo va demasiado lejos, lleva a la guerra civil, violenta o no, que es el fracaso mortal de la democracia. En el mejor de los casos, se crea una nueva “mafia del poder”, en el peor de los casos una dictadura “popular”.
Historiador