Le pido prestado el título de mi artículo a Alain Rouquié, compañero de escuela, politólogo y diplomático: fue embajador de Francia en México y tuvo algo que ver en la conclusión de los acuerdos de Chapultepec que pusieron fin a la guerra civil en El Salvador. Publicó en 2016 un libro intitulado El Siglo de Perón. Ensayo sobre las democracias hegemónicas, que va mucho más allá de una Argentina a la cual Rouquié dedicó su tesis de doctorado y sus primeros libros.

Se ampara con una cita de De la Democracia en América, de Tocqueville: “Considero impía y detestable esa máxima que en materia de gobierno la mayoría tiene el derecho de hacer todo y, sin embargo, pongo en la voluntad de la mayoría el origen de todo poder”. Al estudiar a fondo el peronismo argentino, Rouquié se pregunta en cuál de las tres categorías fundamentales colocarlo: totalitarismo, autoritarismo, democracia pluralista. Se trata de una forma singular de gobierno, a la vez autocrático y representativo, con un ejecutivo fuerte nacido de elecciones competitivas, que se beneficia de un innegable apoyo de masa, antes de realizar reformas de justicia social (peronismo= “justicialismo”).

Afirma que el peronismo surgió en Argentina porque era, entonces, el país más desarrollado de América Latina y que hoy en día nos puede ayudar a entender regímenes contemporáneos que surgen en muchos países: Rusia, Turquía, Europa y… América. Ciertamente, son gobiernos representativos, frutos del sufragio universal, fortaleciendo su autoridad al centralizar todo y eliminar controles y contrapesos; no son dictaduras patrimoniales, ni Estados-partidos totalitarios, tampoco democracias liberales tradicionales. Alain Rouquié propone llamar “democracias hegemónicas” a esos gobiernos “ni-ni”. Encuentra una referencia histórica en el “bonapartismo” francés, no el de Napoleón, sino el de su sobrino Luis-Napoleón, nuestro Napoleón III de la Intervención francesa: un gobierno que buscaba reconciliar autoridad y democracia, “hacer la síntesis de dos conceptos antagónicos” (André Siegfried decía). Max Weber veía en ese bonapartismo el mejor ejemplo de la “democracia plebiscitaria” que implica la “dominación carismática”.

México tiene hoy un presidente carismático, lo que explica una aprobación del 80% que parece inexplicable, en términos racionales, a los analistas. “Un régimen de origen democrático puede tender a la hegemonía (que excluiría totalmente las oposiciones), pero no puede llegar a la dominación total sin transformarse en una dictadura que minaría su legitimidad nacida precisamente de la trascendencia representativa y de la soberanía del pueblo”. (Rouquié, p. 18). Nuestro presidente dijo alguna vez que el Presidente es el Estado, un Estado nacional y popular (comento yo), en ruptura con la democracia formal controlada por las élites.

Según Alain Rouquié, en las democracias hegemónicas, la democracia se reduce a las consultaciones electorales; son pluralistas y libres, aunque el peso del Estado desvirtúa la competencia; el peso del Estado omnipresente en los medios masivos de comunicación, los más modernos, no la prensa escrita, sino la televisión y los tuits. Y, eventualmente, una detestable eventualidad, la erosión del estado de derecho afecta las elecciones. Hace treinta años Guillermo O’Donnell hablaba de “democracia delegativa”. Esos gobiernos son “bonapartistas” porque tienen una concepción plebiscitaria de las elecciones. No quieren contrapoderes e instituciones independientes que descalifican, de manera errónea, como “sociedad civil”. La sociedad civil de Gramsci es otra cosa, muy positiva, pero eso es otra historia.

Max Weber liga el plebiscito al carisma: “El plebiscito no es un voto, sino el reconocimiento inicial o renovado de un pretendiente como soberano carismático personalmente calificado”. ¿La consulta revocatoria como plebiscito? Ustedes dirán.


Historiador e investigador del CIDE
jean.meyer@ cide.edu

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