Se llama Xin-Jiang, antiguamente Turkestán chino, y sus indios, uigures, kutrigures, kazaj, kirguiz, todos pueblos turcomongoles y musulmanes y hasta tadzhik. China conquistó el Turkestán oriental en el siglo XVIII y le dio el nombre de Xin-Jiang, que significa “Nuevo Territorio”. La llegada de numerosos colonos chinos provocó una gran rebelión en el siglo XIX, entre 1870 y 1878; la victoria china se prolongó con una dura represión. A la hora de las revoluciones china y soviética, unos independistas uigures proclaman una república del Turkestán oriental que no duró mucho; la influencia soviética era muy fuerte y, posiblemente, estimuló otro intento de independencia en 1944.

En 1949, con Mao, los comunistas llegan al poder y desde entonces la política de Beizhing frente al Xin-Jiang no ha dejado de fluctuar, para bien o mal. Alternan fases de relativa autonomía y fases de represión con denuncia del “nacionalismo” y del “separatismo”. Si el principio de China como Estado unitario, “una sola China”, no ha variado, a principios de los años 90 hubo una brisa de conciliación y se levantó el vendaval de la represión cada año más fuerte. Ya van 25 años de castigo para los “indios” del “Lejano Oeste”.

Para China, el Xin-Jiang tiene una importancia económica y estratégica de primera. Por eso, eliminó la influencia soviética (y rusa), fortalece demográficamente la presencia china, para que los chinos sean mayoritarios y, last but not least, sostiene una política de sinización a ultranza. En 1949 los chinos formaban 6% de la población, 40% en 1982 (posiblemente la mitad), más de la mitad en 2018. La lucha contra el islam, la religión dominante entre los autóctonos se ha intensificado bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo de Al Qaeda y del Califato.

La situación presente de los que no son chinos es trágica. El mundo no dice nada, con la sola y reciente excepción de Turquía: el presidente Erdogan, en nombre de la solidaridad con poblaciones emparentadas con los turcos y hermanadas por la religión, ha reclamado a Beizhing el trato que se les da.

Represión policiaca, ocupación militar, redadas y envío de grandes contingentes a campos, dizque de reeducación y formación profesional, en realidad clásicos campos del Gulag chino; campaña de control de las mentes, inspección constante de los celulares para detectar palabras islámicas claves, cámaras de vigilancia, población bajo vigilancia facial… El Gran Hermano dispone de los recursos más modernos de la inteligencia artificial, sin abandonar los métodos clásicos de represión. Así, el año pasado el gobierno oficializó los “campos para reeducar” a “los musulmanes sospechosos de extremismo”. Una nueva ley provincial contra el “extremismo religioso”, publicada en octubre, crea “centros de instrucción vocacional para educar y cambiar a las personas influidas por el extremismo”.

No hay cifras oficiales, pero se evalúa que para esa fecha más de un millón de personas se encontraban en tales centros: el 10% de la población autóctona. Xi-Jiang tiene unos 24 millones de habitantes. Los arrestos son arbitrarios, ni se invocan delitos, se habla de “desradicalizar” potenciales extremistas y de luchar contra “las religiones extranjeras”. El presidente Xi afirmó que se “debe guiar activamente a las religiones para que se adapten a la sociedad socialista”. El tiempo de detención es indeterminado, pero puede ser muy largo, y las familias pierden todo contacto con las víctimas. Beizhing negó hasta el año pasado la existencia de estos centros. La lucha de los uigures exiliados no lo había logrado, y tampoco logró despertar la atención del mundo. Es la protesta de Turquía que obligó al gobierno chino, en su intento de desmentir las acusaciones del presidente Erdogan, a reconocer el hecho. Más de sesenta gigantescos campos, recientemente construidos, han sido señalados por expertos en fotos tomadas por satélites.


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