El triunfo aplastante de Andrés Manuel López Obrador ha levantado una gran expectativa que podría transformarse en frustración si las cosas no ocurren como las prometió el tabasqueño. Pero lo verdaderamente preocupante será la ausencia de contrapesos frente a un gobierno que, de actuar como lo vimos en campaña, se antoja de estrecha tolerancia y con talante autoritario.
Desde 1997 el Presidente de la República ha tenido que gobernar sin contar con mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso. Las distintas fuerzas políticas se habían distribuido las posiciones de poder en los tres órdenes de gobierno y en los congresos federal y locales, haciendo que ese equilibrio propiciara los acuerdos políticos necesarios.
Lo que veremos próximamente será un Congreso con mayoría absoluta de Morena y sus aliados. Podrán echar abajo la Reforma Laboral de la mano de Napoleón Gómez Urrutia o manejar a su antojo tanto la Ley de Ingresos, como el Presupuesto de Egresos de la Federación para dar paso a programas destinados al fracaso pero útiles para fines clientelares, como el de “Jóvenes construyendo el futuro”. Harán lo que les plazca, pues. Y sea con zanahoria o con garrote, fácilmente convencerán a un puñado de legisladores para alcanzar también la mayoría calificada de dos terceras partes en ambas cámaras al tiempo que dominarán cuando menos 18 congresos locales. ¿Esto qué significa? Significa que podrán reformar la Constitución y echar abajo las reformas estructurales. Podrán rediseñar o sustituir la estorbosa Suprema Corte de Justicia, cuyos ministros fueron señalados de manera despectiva por el candidato ganador. Más aun, con gran facilidad podrán escoger a los integrantes de los órganos autónomos de Estado que mejor convenga a los intereses del nuevo gobierno. Así, los organismos encargados de los procesos electorales, en materia de derechos humanos, de transparencia, de la evaluación educativa, de telecomunicaciones y radiodifusión, de competencia económica, de la evaluación de programas sociales, de estadística, la Auditoría Superior de la Federación, la fiscalía general de la República, la fiscalía anticorrupción, los magistrados de tribunales administrativos, el banco central, todo, todo quedará a merced de la nueva mayoría. De los embajadores y cónsules generales ya ni hablamos. En suma, la totalidad de los puestos de lo que hasta hoy ha servido como contrapeso del Poder Ejecutivo Federal serán ocupados por quien decida el próximo presidente de la República.
Ciertamente, el hecho de tener mayoría en el Congreso le facilitará a López Obrador la toma de decisiones. No podrá pretextar la falta de apoyo político del remanente de “la mafia del poder”, pero la tentación autoritaria encontrará terreno fértil en tantos espacios que tendrían que estar ocupados por gente dispuesta a decirle: “así no, señor Presidente”.
No es bueno para ninguna democracia que se diluyan los equilibrios, y que desaparezcan pesos y contrapesos. La división de poderes, el federalismo y el nacimiento de órganos autónomos ajenos al Poder Ejecutivo podrían quedar solo en el papel para dar paso a una hegemonía que pensábamos que había sido sepultada hace más de dos décadas. Ojalá me equivoque.
Senador