Hace varios meses circula en las redes sociales un video que nos explica cómo Singapur salió de la pobreza. El productor de esta idea afirma que la delincuencia terminó porque todos los delincuentes probados y confesos fueron fusilados; igual suerte sufrieron políticos y empresarios ladrones; los drogadictos que vivían en las calles huyeron del país o se quedaron a sufrir trabajos forzados. Ellos extirparon mediante la abrogación de los derechos y de la violencia, el cáncer de la corrupción y la inseguridad pública, que padecemos muchas de las llamadas economías y democracias en desarrollo.

Al margen de los resultados económicos de Singapur y de su régimen político, el fondo del asunto es que un planteamiento así llama la atención, pues formamos parte de esa sociedad cansada de los malos resultados de sus gobiernos democráticos, incapaces de satisfacer las demandas sociales mínimas. Más de la mitad de la población sufre en la pobreza, los salarios mínimos son de risa, y la impunidad y la corrupción son tema de todos los días.

Más del 90% de los ciudadanos no denuncia los delitos por carecer de confianza en las autoridades o porque sospecha que son parte de la delincuencia; el gobierno a pesar de que gasta miles de millones en esta materia, parece que pierde la batalla en contra de los delincuentes todos los días.

Es cierto, hay un hartazgo de los políticos y los partidos, porque se supone deberían ser los conductores de la marcha de una poderosa nación de más de 120 millones de personas y, por el contrario, en muchos casos, son la antítesis de la política, ejemplo de confrontación, de corrupción y deshonra, que sólo abona a engordar el desencanto social.

En resumen, son más las demandas sociales; más las inconformidades; más la pobreza, más la corrupción y la inseguridad, que los buenos resultados.

Estas circunstancias ponen en riesgo nuestra viabilidad como nación en los términos de nuestra Constitución, y creo que cualquier solución que se aleje de estos principios por los que hemos luchado durante más de 200 años no podemos aceptarla.

Podemos recobrar la confianza en nuestras instituciones, podemos transformar nuestra realidad social y podemos acabar con las lacras que obstruyen el progreso con las armas de la ley, la justicia, la cultura y la educación

Pero a todos debe quedar claro que no es una tarea individual, debe ser una tarea nacional, colectiva. Debemos involucrarnos en la política, porque es una obligación, a partir de la emisión del voto. Son legiones de mexicanos los que, a sabiendas de tener una obligación el día de los comicios, prefieren encoger los hombros para que unos pocos decidan. La tarea no es fácil pero, para cambiar la política, tenemos que sacudirnos nuestras omisiones. Es fácil decir la culpa la tiene aquél o los otros, ¿pero qué hago para cambiarlo?

No podemos seguir jugando a ser el Pilato de los tiempos modernos, lavarnos las manos, quejarnos y no aportar para el cambio, porque la política es una de las formas de más alto servicio, pues busca el bien común, a ella estamos convocados todos desde la trinchera que mejor nos guste, la ciudadana, sin partido, con partido, pero todos debemos hacer un gran esfuerzo para construir un programa común del cual nadie tenga derecho a apartarse un ápice: No más corrupción en México, ni en políticos, ni empresarios, ni en ciudadanos dando “mordida”; cero tolerancia con la ilegalidad y la injusticia; crecimiento con justicia y menos desigualdad. Como lo soñó el Siervo de la Nación en el inicio de la independencia. “Que las leyes sean tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, que aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.

Vicepresidente de la Cámara de Diputados

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