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Desde la perspectiva de los derechos humanos, el año que terminó es memorable, con una mezcla de buenas y malas noticias. Después de dos años de trabajo se aprobaran dos leyes generales con potencial transformador: la de tortura y la de desapariciones. No sólo el resultado, sino también el proceso legislativo fue casi ejemplar, con una participación activa de los titulares de derechos. La promulgación de la ley de desapariciones en Los Pinos, con la presencia de los colectivos de familiares de los desaparecidos, fue sin duda un punto alto del año para los derechos humanos.
Sin embargo, la implementación de ambas leyes es un reto enorme. Además, la impunidad no sólo en estos delitos, sino en general, sigue siendo altísima. La procuración de justicia es el talón de Aquiles de México actual y las propuestas puntuales hechas por la iniciativa “Fiscalía que sirva” siguen sin respuesta. La eliminación del pase automático no es suficiente —y sin cambios profundos, es poco probable que la futura Fiscalía sea distinta de la PGR.
El punto más bajo de 2017 fue la aprobación de la Ley de Seguridad Interior (LSI) por el Poder Legislativo. El resultado es decepcionante, porque esa Ley petrifica la política de seguridad actual que en 11 años logró llevar a México del nivel más bajo de violencia al más alto, sin abrir la discusión a las alternativas. Desde la perspectiva del proceso pareciera que esta aprobación ocurrió en un Congreso distinto al que aprobó las leyes sobre tortura y desaparición. En vez de diálogo profundo e inclusivo vimos una aprobación precipitada; en vez de argumentos legales presenciamos esfuerzos para desprestigiar a sus críticos.
2017 fue rico en visitas oficiales de procedimientos especiales de derechos humanos: las relatorías de defensores de derechos humanos, derecho al agua, pueblos indígenas y libertad de expresión. Por un lado, estas son muestras de la apertura de México al escrutinio internacional. Por otro lado, la verdadera prueba será la respuesta tangible que dé el Gobierno a las preocupaciones expresadas. No olvidemos que varios avances recientes —las mencionadas leyes generales, la creación del mecanismo de protección de defensores y periodistas— resultaron de la implementación de recomendaciones internacionales. Esto debe ocurrir también con las recomendaciones de 2017.
Los temas de estas recomendaciones —y otras, incluso las del Alto Comisionado Zeid después de su visita en 2015— deberían estar posicionados en las agendas de las y los candidatos del proceso electoral 2018. Claro, el año electoral de por sí no inicia muy prometedoramente. Aunque según la ley la campaña empieza hasta el 30 de marzo, ya la aprobación de la LSI fue marcada por la lógica electoral —al estilo poco valen los argumentos, lo importante es de mostrarse “duro” contra la delincuencia. Pero igual insistimos en que todas y todos los candidatos formulen propuestas ante retos cruciales de derechos humanos. Violencia contra mujeres, periodistas o defensores, y violencia en general: ¿mantener el status quo o transformar el modelo de procuración de justicia y de seguridad pública? PGR: ¿sólo un cambio de nombre o una transformación profunda? Pueblos indígenas: ¿continuación de un modelo de megaproyectos que les lesiona, o que escojan su propia forma de desarrollo? Migración: ¿seguir con el enfoque de detención y deportación, o buscar alternativas más humanistas? Personas con discapacidad y niños vulnerables: ¿seguir con cuidados “institucionales” o desarrollar modelos inclusivos? Derechos sexuales y reproductivos: ¿vamos hacia el siglo XIX o hacia el XXI?
En una sociedad democrática, todas estas preguntas deben ser parte esencial de la discusión política y en un año electoral aún más que en años “ordinarios”. Y nuestra Oficina, leal a su compromiso de contribuir al mejoramiento de la situación de los derechos humanos en el país, seguirá proponiendo estos y otros temas para la agenda nacional, también en 2018.
Representante en México del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas
para los Derechos Humanos