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La primera vez que crucé ese muro no sabía tres cosas. Caminaría la frontera de noche, con mi esposa y sin mostrar documentos. Fue una decisión de último momento. Ella estaba enferma y el reto implicaba marchar horas bajo la lluvia. Un grupo nos ofreció acompañamiento y guía. Aceptamos y vislumbramos la promesa de pasar al otro lado.
Los límites fronterizos pueden cerrar la entrada o controlar los accesos, pero a nosotros se nos abría una puerta. Nos convencieron que era posible saltear en pocas horas caminos urbanos, rurales y llegar a nuestro destino en la madrugada. Decidimos entonces tomar una bebida caliente, tras la medianoche, alistar los documentos básicos y emprender la travesía con ropa poco adecuada para el viaje. Nos convertimos en migrantes temporales.
El primer trayecto era urbano, álgido y lluvioso. La frontera no se distinguía desde la mancha urbana. Parecía que seguíamos en la ciudad pero cada vez las calles se volvían más solas y menos alumbradas. Mi esposa resintió la lluvia por lo que una de las peregrinas del grupo le prestó una gorra que la cubrió mucho del frío y poco del impacto de las gotas. Esa fue mi preocupación inicial: ¿qué haríamos si ella empeoraba en medio de la nada, sin vehículos a la vista, ninguna idea de la ubicación de un hospital o una clínica? A esa hora el clima desierto no era caliente sino gélido.
Nuestra pequeña caravana alcanzaba las treinta personas. La tranquilidad la obteníamos de la compañía, la charla y la pericia que tenían los guías sobre las rutas. Conforme subíamos las colinas y nos adentrábamos en terreno despoblado, la caminata apretaba su paso. Había pequeños grupos con fogatas y personas solas que ponían poca atención a nuestra presencia. Esa calidez contrastaba con los alambres de púas en los bordes de las veredas. Los pedazos de metal con filo no tenían ningún uso ahí tirados, mas invocaban su función original, tanto restrictiva como intimidatoria. No recuerdo si teníamos hambre. Lo que sí tengo presente es que después de varios kilómetros el cansancio iba pasando a segundo plano.
Permanecía en nosotros la imagen del día, una tierra con mescolanza de alegría y tensión, altamente militarizada. En el transporte público y las avenidas los jóvenes portaban rifles de alto poder y uniformes que no dejaban distinguir si eran soldados, policías o simples cadetes armados. No se puede juzgar tiempos y realidades ajenas y eso era lo que tratábamos. Uno tiene que ser especialmente respetuoso en tierra extraña.
La sensación de que nos acercábamos al muro aumentaba, si bien no había manera de detectarlo con la vista. El ambiente era ruidoso y festivo. Estábamos nuevamente en un área urbana. Noté la barrera por los dibujos de grafiti antes de acercarnos a la zona de alta seguridad. La gente hacía su vida cotidiana, pasaban trabajadores trasnochadores y vendedores informales que salían de las veredas para acercarse a posibles clientes como nosotros. Había militares de nuestro lado y sabíamos que los habría del otro, sólo que con diferentes escudos e indumentaria.
El cruce de frontera fue tan rápido como inusual. La barda por su altura era imposible de saltar y nuestra intención nunca fue desafiarla. Entonces, el organizador de la caravana habló con los guardias y nos dirigieron a las garitas en fila para ingresar a todo nuestro contingente. En ese laberinto de pasillos y rejas no era posible distinguir si estábamos avanzando o regresando o si ya se había autorizado nuestro paso. Los uniformes cambiaban y se oía un distinto idioma. De repente nos encontrábamos en un escenario igual al de antes del límite. Estaba la cerca, la presencia militar pero también los comerciantes ambulantes y el bullicio. Era de madrugada y sí ya estábamos del otro lado.
La mitad de la promesa se había cumplido. El resto del camino era en descenso. No se denotaba el desierto sino sendas de concreto. Nos encontrábamos en una serie de veredas que nos ataban a paredes “grafiteadas” y cámaras de seguridad. El gris oscuro del piso era resbaloso y reluciente. En un trecho, el ambiente dejó de ser castrense para anunciar el alba. Las horas de caminata y las emociones de la aurora eliminaron sorpresivamente los síntomas de enfermedad de mi esposa. El aspecto de las colonias y vecindades bien podía ser el de Tijuana o de la Ciudad de México.
Los senderos y la gente eran las mismas del otro extremo, mientras las reglas, el gobierno y las voces eran diferentes. Habíamos pasado por una de los límites de mayor conflicto en el mundo dónde las heridas históricas no terminan de sanarse. Como mexicanos nos era familiar la naturaleza del muro, los efectos de la separación de familias y sus implicaciones. Al mismo tiempo, reconocimos una fuente de esperanza y la riqueza de una “cultura fronteriza” como la nuestra. Nos hacía sentir en casa.
En un mirador reparamos sobre cuál era la tierra prometida. La gran ciudad de donde partimos o nuestro destino al bajar la colina. El muro de Cisjordania tiene espejos en otros sitios del mundo, un resabio de la Guerra Fría en Berlín y una división retórica en América del Norte. El camino a Belén nos adentró en Palestina y a un acceso milenario de migrantes y peregrinos.
El regreso a Jerusalén se dio en autobús y con la luz de la mañana. La revisión fronteriza fue colectiva y expedita. Cruzamos ahora por carretera. En este caso, el paso al norte fue más rápido que nuestro cruce a la frontera sur.
Especialista en Geopolítica y Migración.
Miembro de COMEXI