Tuvo que ocurrir un levantamiento como el de los jornaleros en San Quintín, en marzo de 2015, para que México ponga alguna atención a la situación en que viven casi seis millones jornaleros agrícolas junto a sus familias: Condiciones de trabajo degradantes, jornadas de entre 9 y 15 horas diarias sin un solo día de descanso a la semana, ausencia de contratos de trabajo, carencia de prestaciones, condiciones laborales insalubres y exposición a múltiples riesgos.

En el Valle de San Quintín la enorme mayoría de los jornaleros agrícolas vive en la informalidad. Perciben sueldos de entre 150 y 200 pesos diarios, y a veces se les paga por lo que logran recolectar en lugar de hacerlo por horas trabajadas. Allí, como en otras zonas del país, los jornaleros son sujetos a todas las formas de discriminación: por ser indígenas, por ser pobres, por ser menores de edad a quienes se les somete a formas de trabajo forzado o por ser mujeres en la mayoría de los casos.

La mitad de la población jornalera proviene de los estados con más pobreza del país —Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Puebla y Veracruz—; buena parte llega a los ranchos agrícolas casi sin hablar español. Muchas mujeres y niños trabajan largas horas de rodillas, con muy poco descanso y sin opciones para comer a medio día. Cuando se enferman, apenas tienen un par de clínicas a las cuales acudir, las cuales no atienden padecimientos graves.

Luego del levantamiento, autoridades federales y estatales se comprometieron con el movimiento a cumplir una lista de 13 acuerdos. Se trataba, entre otras, de garantizar el respeto a los derechos laborales contenidos en el Ley Federal del Trabajo —increíble que algo así deba que ser sujeto a una negociación política—, erradicar el trabajo infantil y llevar a cabo inspecciones para supervisar condiciones de trabajo. También de atender las necesidades de vivienda, alimentación, seguridad e higiene de la población. Muchos de estos acuerdos también fueron materia de una recomendación de la CNDH.

Transcurridos más de dos años, son pocos los avances. En San Quintín hay mejorías salariales y se ha hecho un esfuerzo por reducir el trabajo infantil, que existía a raudales. Sin embargo, a miles de adolescentes que dejaron de trabajar no se les han ofrecido opciones productivas o educativas —ya no digamos de ocio— por lo que podrían ser presa fácil del alcoholismo o la delincuencia.

Las empresas han encontrado formas de burlar la ley y evitar reconocer derechos laborales. Para no generar ningún tipo de antigüedad ni responsabilidad con los trabajadores, recurren a esquemas de trabajo por día: un enganchador recorre en un camión las colonias por la mañana para llevarlos a trabajar y después regresarlos, concluyendo allí la relación laboral sin generar ningún tipo de derecho o prestación.

Las políticas para la población jornalera siguen siendo un gran pendiente en nuestro país. Sedesol tiene un Programa de Apoyo a Jornaleros Agrícolas con un presupuesto de apenas 285 millones de pesos que, se concentra especialmente en acciones asistenciales. Lo que ha predominado hasta ahora son acciones aisladas de distintas instancias de gobierno, sin una visión de conjunto.

San Quintín necesita un programa de desarrollo regional con acciones coordinadas de política pública que resuelvan la falta de todo tipo de servicios en la zona —desde los educativos hasta de salud—; atienda el problema del acceso al agua potable, y ofrezca programas sociales y productivos enfocados en las necesidades de los distintos tipos de poblaciones jornaleras. Esa tarea es responsabilidad del Estado, y debe hacerla en estrecha coordinación con las organizaciones sociales y las empresas.

El valle de San Quintín debe dejar de ser un valle de esclavitud, donde ocurre todo aquello que es inaceptable que exista en una de las principales economías del mundo.

Analista político.
@hernangomezb

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