En su más reciente libro “Cómo mueren las democracias?” , Steven Levitsky y Daniel Ziblatt señalan que las democracias contemporáneas ya no perecen en manos de generales que toman el poder de forma violenta, como ocurría en el pasado. Hoy las democracias mueren gradualmente a manos de líderes políticos que, una vez en el poder, subvierten el orden establecido y minan a las instituciones.
El caso más reciente de Brasil no sigue necesariamente ese guión. En Brasil ha sido la élite económica
–de la mano de sus medios de comunicación, sus políticos y sus jueces–, la que desde 2014 decidió apartarse de la vía democrática y hoy es en gran medida responsable que el país se encuentre a las puertas del fascismo.
Bolsonaro responde a un fenómeno social complejo que será necesario estudiar y sobre el cual no puede hablarse con ligereza.
Ciertamente, su elección en primera vuelta le debe mucho a la corrupción de la clase política brasileña –de toda ella, hay que aclarar–, a la recesión económica, a la violencia y a la inseguridad, así como al deseo de mano dura como respuesta para combatir estos males.
Habría que empezar por analizar el perfil de sus simpatizantes, especialmente de clase media. Llama la atención su mayor intención de voto en municipios de alto Índice de Desarrallo Humano, su mayor aceptación entre los hombres que entre las mujeres, entre los blancos que los afrodescendientes y su mayor número de adeptos entre quienes poseen educación superior y licenciatura que entre aquellos sin educación formal. Se trata probablemente de un electorado que por un lado aspira a un mejor nivel de vida y, por el otro, se resiste a la emergencia de un sector plebeyo que emergió con fuerza desde los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff.
A esa clase media le que parece inadmisible que se invierta una parte importante del presupuesto en programas sociales, y que los gobiernos de Lula y Dilma hayan otorgado cuotas a personas afrodescendientes o indígenas en las universidades públicas. Les indigna que los pobres se “igualen” y les fastidia compartir con ellos los mismos aeropuertos desde que lograron viajar en avión.
Pero el triunfo de Bolsonaro, y sus posibilidades de llegar al lugar en el que hoy está, difícilmente se explicaría sin el apoyo –ya por acción, ya por irresponsable omisión– de una élite que desde hace algunos años se dio cuenta que la democracia liberal no era funcional a sus intereses y prefirió apostar por el autoritarismo.
Al percatarse de que no podía derrotar a un gobierno de centro-izquierda por la vía de las urnas, esa élite promovió la interrupción de orden constitucional, primero para deponer sin sustento jurídico a la ex presidenta Dilma Rousseff en 2014 ( https://goo.gl/7vQ3qT ), luego para seguir un juicio político en contra de Lula da Silva con el evidente propósito de apartarlo de la contienda presidencial ( https://goo.gl/1irvzr ).
Dice Jorge Castañeda en su más reciente artículo que “líderes populistas” como Donald Trump, Vladimir Putin, Víktor Orbán, Nicolás Maduro, Horacio Duterte y López Obrador tienen una serie de elementos en común. Según él, todos estos líderes “encierran tendencias autoritarias, nacionalistas, antisistémicas, antimigratorias y contra la corrupción”. Sostiene, además, que todos ellos “enarbolan las causas de la ‘gente’ contra el establishment, del pueblo contra el ‘sistema’, del país contra la ‘globalización’” ( https://goo.gl/VJfpPG ).
A Castañeda y quienes piensan como él les resulta sencillo poner a todos los líderes que perciben como “populistas” o “anti sistema” en la misma bolsa, hacer generalizaciones y presentar burdas comparaciones. Por eso no han hecho el mínimo esfuerzo para diseccionar quién es realmente Jair Bolsonaro . No ha faltado quien lo compare con López Obrador –lo que no resiste el menor análisis–, y quien llegue al disparate de hacer un símil con… ¡Cuauhtémoc Blanco!
No hay una postura propiamente nacionalista en Bolsonaro ni tampoco un planteamiento antiglobalizador,
como el que Castañeda atribuye a los líderes anti sistema. El suyo es un programa ultraliberal en lo económico, autoritario en lo político y ranciamente conservador en lo religioso (y familiar). En su agenda tampoco juega un papel central el enemigo “externo” –como ocurre con Donald Trump– ni lo mueve una política antimigratoria. Tampoco se percibe una apuesta por defender la industria nacional o el empleo, como ocurre con el presidente estadounidense.
La alianza de Bolsonaro con el gran capital es cada vez es más clara y explícita.
En torno a un proyecto de liberalismo económico sin liberalismo político se ha aglutinado una parte importante de la élite financiera, del agronegocio exportador y algunos grandes medios de comunicación. Se trata de una alianza en contra de la política económica neodesarrollista impulsada por los gobiernos petistas, a favor de un ambicioso programa de privatizaciones, en busca de negocios ventajosos con el sector energético y en pro de transformar el sistema de pensiones y mantener la regresiva reforma laboral aprobada por el gobierno actual.
De otra manera, ¿cómo explicar la eufórica reacción de los mercados al resultado de la elección y el reciente respaldo del Wall Street Journal? Si Bolsonaro es un “nacionalista”, ¿cómo entender que haya ofrecido el Banco Central a un ejecutivo de Bank of America? ¿Cómo argumentar que un líder así entra en la categoría de los globalifóbicos si negocia la inclusión de cuadros de Goldman Sachs y Banco Santander en su gabinete y les promete trabajar “sin interferencia política”, como publicó el martes el diario Folha de Sao Paulo?
Bolsonaro es un enemigo jurado de la democracia,
un apologista de las dictaduras, la muerte y la tortura. Un líder que promueve un discurso racista, sexista, homofóbico y machista, para quien “los derechos humanos son estiércol” y “policía que no mata no es policía”. Una candidatura así debería atraer una condena unánime y contundente de todos los sectores sociales y políticos dentro y fuera del país. Actúan con irresponsabilidad y frivolidad quienes, como Jorge Castañeda, utilizan a una figura como ésta para promover personalísimas agendas parroquiales (aunque proclamen cosmopolitismo), tanto como quienes hoy plantean que Brasil debe elegir entre “dos extremos”: la izquierda y la derecha. La opción es clara y exige tomar partido: democracia y libertad o autoritarismo y barbarie.