La vergüenza pública fue durante siglos un mecanismo excelente de regulación social. Consistía en exhibir por las calles a algún infractor, para que el pueblo lo injuriara, lo apedreara, pudiera zaherirlo.
Este castigo comenzó a emplearse cuando el poder descubrió que marcar a una persona en el alma, por decirlo así, era más efectivo que marcarla como se hacía antes: en el cuerpo.
Las sociedades antiguas solían marcar con un hierro ardiente a determinados infractores. En Atenas se les ponía la marca de su delito en la frente. En la Francia del Antiguo Régimen, se les colocaba a veces una flor de lis en un lugar visible.
Tales marcas eran indelebles. Un ensayo de la investigadora Patricia Zambrana refiere que la pena de marca perseguía, además de provocar dolor, alcanzar “un halo de infamia que a veces trascendía al propio acusado y a su familia”. El marcado quedaba estigmatizado para siempre: su delito era recordado dondequiera que se presentara.
La Edad Media, que rindió culto al alma, agregó al castigo corporal la exposición pública del reo en una picota. Aquella era una forma más sutil y más demoledora de castigo. La pena de vergüenza pública fue solicitadísima en Nueva España. Se aplicaba a los herejes, los hechiceros, los sométicos, los bígamos, los blasfemos. Ya se sabe: las calles fueron las redes sociales del siglo XVI.
El acusado debía ser conducido por avenidas principales montado en una mula de albarda, y llevando en la cabeza una coroza en la que estaba escrito su delito: “dos veces casado”, por ejemplo. (La coroza era un gorro en forma de cucurucho, que se le pegaba al acusado en la cabeza con engrudo.)
Para que los sentenciados a la vergüenza pública no pudieran bajar la cara mientras avanzaban entre las pedradas y los escupitajos de la multitud, en ocasiones se les colocaba un artefacto de hierro o madera en el cuello. Luego se les hacía pasear entre la muchedumbre semidesnudos, mientras un pregonero repetía en cada calle su delito. Así llegó a una hoguera colocada a un costado de la Alameda el judío Juan Treviño de Sobremonte, a quien tuvieron que amordazar porque no solo no se doblegó ante sus verdugos: exigió que le echaran más leña a la pira.
En algunos casos, al acusado se le establecía como penitencia la obligación de ir a misa con una vela verde en la mano. Dicha penitencia se llevaba a cabo por lo general en domingo, cuando la ciudad entera se volcaba en Catedral. El reo era colocado en un lugar relevante del templo, donde todos podían observarlo. Se conoce el caso de una hechicera llamada Ana Delgado, a la que en 1601 ataron a las puertas de la iglesia para que los vecinos pudieran vituperarla.
En uno de sus escritos más conocidos, el cronista Luis González Obregón describe el uso infamante del sambenito: un sayal de color rojo o amarillo chillante, con una cruz en el pecho y otra en la espalda, que el acusado debía llevar sobre sus ropas, a veces a perpetuidad. La intención era que se recordara siempre, desde luego, lo que había hecho.
Precisamente porque estaba enraizada en el escupitajo y el vituperio, John Stuart Mill, autor del libro icónico Sobre la libertad, consideró que la vergüenza pública era un ingrediente esencial para la salud de una sociedad: como venganza social inhibía ciertas conductas, alentaba ciertos comportamientos. Era un instrumento que establecía las líneas de conducta que era necesario tener ante los demás.
Tengo entendido que la Ilustración jubiló la ignominia pública para insertar al reo en lo que hoy se llamaría “el debido proceso”. El Estado la siguió ejerciendo a conveniencia, sin embargo, hasta que la prensa primero, y las redes sociales después, se la arrebataron de las manos —en mucho, debido a su ineficacia para establecer verdaderos mecanismos de justicia.
Así que de alguna manera hemos regresado descarnadamente a los días de la coroza y el sambenito como una forma de regular conductas indeseables. De momento, es lo que tenemos en un país en el que urge desterrar prácticas sociales y culturales como las nuestras. Ojalá todo pueda hallar muy pronto un nuevo cauce.
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