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Comienzo con tres anécdotas. Un alto funcionario me dijo alguna vez que si bien las acciones para dotar infraestructura en zonas marginadas eran positivas, al ser comunitarias no daban al ciudadano la sensación de recibir algo personalmente. Así, aunque el beneficio social de la obra fuera enorme, sería de menor interés para los políticos al no traducirse en votos. Segunda anécdota: en gira con un gobernador para visitar una comunidad afectada por la crecida de un río, éste dijo que pensaba iniciar un programa llamado ¡Atáscate! Preguntaría a la gente si perdió un colchón y en caso afirmativo le ofrecería dos. Si el ciudadano indicaba que solo había perdido uno, respondería “¡Atáscate!”. Tercera anécdota: en reunión con nuevos diputados, una de ellas me cuestionó que si no entendía que el principal objetivo como diputados era “bajar recursos”. Aparentemente era yo un ingenuo al pensar que su principal función era legislar.
Los lectores mayores a 40 años de edad recordarán la canción que da título a esta columna: “Estos huaraches que tengo yo, Echeverría me los compró”. Eso y las anécdotas pueden provocar una sonrisa, pero son una tragedia. Estas actitudes y prácticas persisten y se multiplican por gobiernos y candidatos de todos los partidos. Reducen la eficacia del gobierno y la atención a la marginación, facilitan la corrupción y dañan nuestra democracia. Las propuestas de campaña recientes no ofrecen esperanza sobre su desaparición. Se prometió transporte gratis, monederos electrónicos y otros bienes, servicios y derechos. También ofrecieron eliminar cargos que molestan aunque puedan tener sentido, como es el caso de las fotomultas y parquímetros.
Las autoridades, legisladores y candidatos son adictos a regalar. Quizá acertaba el funcionario de la primera anécdota: podemos estar amolados y no creer que se resolverán los problemas, pero estaremos satisfechos mientras nos den algo. La anécdota del gobernador muestra otra faceta del problema. Los desastres son oportunidad para regalar y mostrar sensibilidad, además de construir una relación clientelar con electores, lo que es preferible a implementar acciones costosas para reducir la vulnerabilidad, pero que son impopulares o poco visibles. No sorprende que las autoridades frecuentemente pongan más atención a regalar que a invertir en actividades con beneficios de largo plazo, perpetuando las carencias y la marginación. Las entregas se hacen con gran publicidad y muchas veces son acompañadas de la entrega de credenciales con el logo de gobierno o colores de los partidos. De esta manera, muchas acciones de política pública pierden efectividad y hay pocos incentivos para atender las causas de los problemas sociales. Estas prácticas también debilitan nuestra democracia y el vínculo de responsabilidad y rendición de cuentas que debe existir entre autoridades y ciudadanos. Generan dependencia y clientelismo y crean entorno favorable para el ejercicio autoritario del poder. Se debilita además el sistema de contrapesos entre poderes y los legisladores pierden independencia en lo individual.
Avanzaremos en desarrollo y tendremos una democracia más vigorosa en la medida que pasemos a una cultura enfocada al bien común, una en que la entrega de apoyos individuales cuando ésta se amerite, como ocurre en muchos casos, se rija siempre por criterios transparentes y verificables asociados a la condición de la persona, lo que solo pasa con algunos programas. Una cultura en la que exijamos mejores cuentas a las autoridades y despreciemos promesas de campaña sostenidas en la entrega de regalos, demandando en cambio soluciones reales a los problemas que enfrentamos.
Decano de la Escuela de Ciencias
Sociales y Gobierno, Región Ciudad
de México, Tecnológico de Monterrey.
@ GustavoMerinoJ