31/07/2018 |04:22
Redacción El Universal
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La tarde del 26 de julio de 1968, un grupo de amigos, alumnos de la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales nos dirigimos hacia el Hemiciclo a Juárez en donde tendría lugar el tradicional mitin conmemorativo del inicio de la Revolución Cubana.

Nunca imaginamos que esa tarde se iniciaría uno de los capítulos más brillantes y al mismo tiempo infaustos de la historia contemporánea de México, una serie de sucesos que cambiarían el destino personal de muchos de nosotros y habría de delinear el futuro político del país.

Al llegar a la Alameda, nos encontramos reunidas a cerca de 3 mil personas, caminamos alrededor tratando de escuchar lo que los oradores decían, incomprensible por la calidad del sonido, cuando un grupo de jóvenes, aparentemente del Politécnico se acercaron corriendo, procedentes de la calle de Madero gritando que los granaderos estaban reprimiendo violentamente a los estudiantes que protestaban por los abusos y excesos cometidos por la policía en los sucesos de días anteriores en la Ciudadela.

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De inmediato y sin pensarlo, corrimos también hacia la calle de Madero por la que otras personas venían a toda prisa procedentes del Zócalo. Casi al llegar a la plaza y ante la puerta del hotel Majestic, nos encontramos con un montón de zapatos de metro y medio de alto que yacían apilados en medio de la calle. Sus dueños los habían perdido al huir de la violencia de la policía.

En una reacción espontánea, lleno de rabia y de indignación tomé una piedra, y sin medir las consecuencias la arrojé al paso de un camión de la policía. El proyectil, gracias a mi mala puntería, pegó solo en el techo. De inmediato sentí sobre mi el peso de uno de los granaderos que ya blandía su macana sobre mi cabeza, gracias a la oportuna intervención de Guillermo Boils, hoy brillante investigador de nuestra Universidad, me salvé de recibir un golpe que me hubiera sumado a la lista de los lesionados del día. De inmediato echamos a correr.

Esa misma noche y en los siguientes días, se sucedieron las reuniones en las que se organizaban las protestas mientras en el Centro Histórico tenían lugar intermitentes escaramuzas entre la policía y los estudiantes que se habían refugiado al interior del edificio de la Escuela Nacional Preparatoria.

En las primeras horas de la mañana, de un día como hoy 30 de julio, los universitarios nos enteramos por distintos medios con sorpresa que los estudiantes habían sido desalojados por el Ejército, luego de un bazucazo que había destruido la emblemática puerta del centenario edificio, destruyendo con ello, al mismo tiempo la idílica imagen del “milagro mexicano “.

Aparte de la preocupación por el destino de las decenas de jóvenes que ahí se encontraban y los múltiples rumores acerca de muertos y heridos, no lográbamos salir de nuestro azoro ante el tamaño del recurso de la fuerza a la que se había recurrido. Ciertamente, algunos estudiantes habían arrojado algunas de bombas molotov, incendiado algunos camiones en sus enfrentamientos con la policía. Escenas de disturbios semejantes habíamos visto por la televisión y la prensa, en otras partes del mundo particularmente en París, reprimidos por la policía ,que no suele ser muy gentil en ninguna parte ,pero sin recurrir al uso de armamento militar que solo conocíamos por las películas de guerra y los desfiles del 16 de septiembre.

En un acto sorpresivo para la mayoría de quienes acudían a clases esa mañana, al llegar a Ciudad Universitaria, nos encontramos con la bandera nacional ondeando a media asta frente a la Rectoría y nos enterábamos de que al izarla el Rector Javier Barros Sierra había demandado guardar un minuto de silencio por la violación de la autonomía universitaria.

A la desmesura de la agresiva y violenta respuesta del gobierno, la Universidad respondía con un gesto de dignidad lleno de contenido, de civilidad y de prudencia.

Estoy seguro de que la emoción que me causaron a mi estos hechos fue compartida por miles de estudiantes esa mañana.

Nuestro Rector en lugar de tomar partido por las autoridades y someterse a los lineamientos del poder, en un acto lleno de valentía y coraje alza su voz de protesta ante la irracional agresión, unido a la comunidad de estudiantes y profesores.

No sería esa la única lección que recibiríamos de nuestros maestros en las semanas siguientes. Dos días después, en un hecho inimaginable el Rector acepta salir a las calles de la ciudad y encabezar una manifestación de protesta que habría de distinguirse por su organización. Esta marcha fue nuevamente recibida por el gobierno con una muestra más de intolerancia y temor. Al llegar a la altura de Félix Cuevas e Insurgentes, frente al Parque Hundido, se encontraba apostado un grupo de militares con tanquetas y ametralladoras emplazadas en nuestra dirección.

Al regresar a la Universidad, en un breve discurso, el Rector reiteró los valores universitarios: la libertad y el ejercicio de la crítica y el derecho a la discrepancia, la que calificó como la esencia de la Universidad, principal consigna de la manifestación.

Estas acciones de Barros Sierra, que para nosotros significaban cátedras de autoridad moral y política, fueron interpretadas por algunos en esos momentos y hoy todavía, como parte de una conjura política con miras a la sucesión presidencial del siguiente año. Nada más mezquino que escatimar méritos a quien había dejado una profunda lección en nuestras vidas y en la sociedad Mexicana.

No se puede soslayar el contexto mundial: los años sesenta, una revolución cultural invadía al mundo: el descubrimiento y la comercialización de la píldora anticonceptiva habían liberado a las mujeres de yugos ancestrales produciendo una autentica revolución. El brillo y resplandor de las minifaldas lo atestiguaba cotidianamente.

La globalización de los medios de comunicación era una realidad, los Beatles y su canción “All you need is love” habían aparecido meses antes en la primera trasmisión mundial de la televisión.

En todas las latitudes, al mismo tiempo, tenían lugar revueltas juveniles por motivos diversos: en París, Berkeley, Kent, Columbia, Berlín, Ankara y más tarde Praga, entre otras ciudades del mundo, las protestas estudiantiles estaban a la orden del día. El común denominador de todas ellas era su tono pacífico, libertario y lúdico.

Nuestra Universidad no era ajena a ello. En esos años pasaba por lo que, sin duda alguna, fue uno de los mejores momentos de su vida cultural en la que se hacía realidad cotidiana en sus espacios la consigna: “la imaginación al poder”: en las notas de la Orquesta Sinfónica de la UNAM, bajo la batuta de Eduardo Mata que cada viernes en el Auditorio Justo Sierra develaba nuevos universos sonoros . En las transmisiones de Radio Universidad cuya programación nos abría nuevos horizontes en las voces, entre otros, de Carlos Monsiváis y Nancy Cárdenas.

En el MUCA se mostraba el cambio de paradigmas en las artes visuales en los trazos y construcciones de las obras de Helen Escobedo, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Arnaldo Cohen, José Luis Cuevas, Sebastián, Gabriel Macotela, Francisco Toledo, entre otros.

En el teatro universitario donde Héctor Mendoza experimentaba en patines con “Don Gil de las Calzas Verdes” en el Frontón Cerrado, mientras que José Luis y Juan Ibáñez, Julio Castillo, Juan José Gurrola y José Antonio Alcaraz, provocaban y conmovían en los escenarios universitarios con sus divinas palabras y otras no tan divinas.

Jose Agustín y Gustavo Sainz entre otros, daban voz en la literatura a la nueva generación. Mientras la danza liberaba los cuerpos .

Sin cortapisas el cine del mundo aparecía en las pantallas de los cine clubs universitarios, animados por Paul Leduc y Manuel González Casanova, privilegio que no tenía la sociedad mexicana que vivía bajo un régimen de censura. La libertad de expresión tal y como hoy la disfrutamos, no existía en ese momento en México.

Los slogan del movimiento del Mayo Francés aparecían también en los muros de la ciudad y en las consignas de las protestas: “Haz el amor y no la guerra”, “Seamos relistas, pidamos lo imposible”.

Esto sucedía al lado de las demandas propias del movimiento mexicano: libertad a los presos políticos, castigo a los responsables de la represión, etc. El momento más álgido fue la manifestación del 27 de agosto, cuyo caótico final era premonitorio de lo que sucedería las semanas siguientes: la toma de la Ciudad Universitaria y los planteles del Politécnico; la renuncia del Rector y por supuesto el 2 de octubre en Tlatelolco. Días antes la marcha silenciosa del 13 de septiembre confirmaba el carácter pacífico y bien intencionado del movimiento.

Este concluyó como tal en los primeros días de diciembre con un documento, que hacía un diagnóstico de la situación social y política del país en ese momento e intentaba explicar las causas más profundas del mismo. La desigualdad social imperante y la ausencia de libertades políticas constituían la médula de su argumentación.

Pero 1968 no terminó ahí para todos, decenas de jóvenes, de manera por demás arbitraria e injusta, habrían de pasar más de dos años en la cárcel y serían “expulsados” del país por varios meses. Ellos, junto con los que perdieron la vida son los que pagaron el precio de ese grito de libertad que había nacido en nuestra Universidad y del autoritarismo y la estupidez con los que había sido recibido por el poder.

A 50 años de esos acontecimiento es pertinente preguntarse de que sirvió todo y que dejo , a lo que respondo firmemente, sin duda: Si sirvió. Fue mucho lo que le dio a México y mucho todavía lo que tiene que aportar.

La vida social y política del país inició su transformación a partir de 1968. Todos los cambios y movimientos políticos que hemos vivido en estos cincuenta años tienen una deuda con él. La exigencia democrática implícita en las demanda libertarias de las que se hacía eco y portavoz, hoy son realidades como lo confirma el reciente proceso electoral.

Otro ejemplo: la libertad de expresión: Lo que en los últimos años hemos leído, visto y oído en los medios era impensable en esos años. Sus excesos, si es que tal cosa existe, son preferibles al silencio que rodeo aquellos acontecimientos, nunca mejor expresado que en el cartón negro que publicara Abel Quezada en Excélsior.

Cierto que a todo ello han contribuido otros movimientos y otros actores ,pero el punto de partida común es 1968

Universitarios:

Es mucho lo que queda por contar, revisar y aclarar sobre 1968. En los próximos meses la sociedad mexicana y la Universidad habrán de analizar y pensar sobre todo ello .

Debemos estar claros y conscientes de que todos los avances políticos y sociales no están dados para siempre, que son vulnerables y que la historia no solo marcha hacia delante. Estoy seguro de que la UNAM, solidaria con la Nación habrá de conservar por siempre su espíritu crítico frente al poder y la injusticia, porque esa es su vocación, su compromiso y su razón de ser.

Muchas gracias.