Vivo en un país, queridos lectores, en el que somos muy buenos para las palabras. Se nos da esto de hablar, nos gusta el sonido que produce todo aquello que decimos, cómo rima, encaja, se sucede y se completa.
No somos distinguidos oradores, vayan ustedes a creer. La tribuna pública no está, o no debería estar, en nuestra vocación, porque quien mucho habla se enamora más de sus dichos que de sus contenidos, más del envase que del líquido, más del adorno que de la esencia.
Pero como sí somos perseverantes, no nos damos por vencidos. Cual obedientes pupilos de Orwell, creemos que la repetición nos hace más fuertes, más elocuentes. Dejamos volar la imaginación para que en ese universo paralelo de la retórica florida las palabras se conviertan en una nueva y alternativa realidad.
Ante todo los políticos, lo cual no puede sorprender. Discursos que ya eran largos ahora se ven aderezados por ayudas (así les llaman) audiovisuales que los hacen aun más indigestos. Las redes sociales, que debían democratizar la información y sobre todo volverla más concreta, sólo se prestan a las trampas de quienes, tuit tras tuit, video tras video, post tras post, nos saturan una y otra vez con las mismas frases hechas, los mismos clichés, los mismos discursos vacuos.
Estamos hechos de y para la exageración. Lo mismo el oficialista que canta las alabanzas del régimen y augura sexenalmente el renacer de la patria que el opositor que se dice víctima o perseguido, le restamos mérito a las palabras al usarlas con demasiada ligereza. Una reforma que se queda en el papel o en la intención no merece tal vez ese nombre. Un acto legal de la autoridad no merece tampoco el epíteto de represivo. La intolerancia a la crítica tiene matices que van desde la ignorancia hasta la violencia, dependiendo de quién y cómo la ejerza.
Hace apenas dos meses (que a algunos ya les han parecido años), millones de ciudadanos votaron por la alternativa de cambio más radical y profunda. Con sus votos pusieron de cabeza a un sistema anquilosado y agotado tanto en lo político como en lo económico y sobre todo en lo moral. La decadencia que todos permitimos durante décadas llegó a tal grado que nos urgió un revulsivo y en las boletas electorales se encontraba una alternativa para ello.
Conscientemente o no, los mexicanos votaron mayoritariamente por un cambio de régimen. No ha llegado aún, pero ya se siente. Prematuro y aventurado cualquier pronóstico, tanto de quienes ven el final del arcoíris como de quienes vaticinan el desastre: será esa incertidumbre una de las palancas del cambio tanto de actitudes y de mentalidad. Nada como explorar lo desconocido para aguzar los sentidos.
Parece tan evidente y al mismo tiempo no lo es, porque todavía escuchamos los mismos discursos, las mismas frases de siempre que hacen pensar que todo sigue igual, aunque sepamos que eso es imposible.
Hay quienes anhelan y hay quienes temen al cambio, lo nuevo, lo diferente. Creen que con palabras lo podrán frenar o acelerar. Y tal vez así sea, pero yo confío en que logremos transitar de ser un país entrecomillado a un país de actos y de hechos concretos. No del gobierno ni de los políticos, sino de cada uno de nosotros, solos u organizados, pero decididos a dejar de ser el país de las frases, de las palabras.
Ya lo decía aquel teórico de las transformaciones sociales que era Elvis Presley: “Un poco menos de conversación, y un poco más de acción, por favor…”
Analista político y comunicador.
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