Hace un año, una vez pasado el estupor generado por la hasta para él inesperada victoria de Donald Trump, el mundo aguardaba ansioso el momento de su toma de posesión. Se cruzaban apuestas acerca de si su estilo atrabancado y agresivo había sido sólo una pose en la campaña, si su discurso nativista y aislacionista tenía sustento real, de si Trump el showman daría paso a Trump el estadista o, al menos, al político coherente y mesurado.
En México estábamos mas bien agazapados, esperando lo que pintaba desde entonces para ser un periodo negro no sólo para la relación México-EU y para el TLC, sino para la estabilidad política y económica de nuestro país, además del bienestar inmediato de unos 12-13 millones de mexicanos indocumentados viviendo en Estados Unidos. No eran pocos los que veían venir deportaciones masivas, abusos inenarrables, un colapso de la moneda y el consiguiente desmoronamiento de la ya de por sí precaria estabilidad mexicana.
Yo nunca me conté entre los más catastrofistas. Debo reconocer que me dejé llevar un poco por las señas de civilidad que el presidente electo Trump lanzó, incluso hacia Hillary Clinton, pero también pensé, iluso de mí, que el peso histórico, simbólico e institucional de la presidencia de la nación más poderosa del mundo lo atemperaría. Claramente me equivoqué en ese punto. Pero también, para fortuna de todos nosotros, se equivocaron quienes vaticinaban el apocalipsis.
El camino ha sido ciertamente accidentado y difícil. Los costos económicos, políticos y humanos de la presidencia de Trump apenas comienzan a advertirse, y el mayor será indudablemente, en el mediano y largo plazo, el replanteamiento en ambos países de lo que había pasado de ser una relación de suspicacias, resentimientos e irritaciones a una en la que, en apenas un cuarto de siglo, nos habíamos hecho mucho más socios y en algunos temas casi aliados el uno del otro.
Quienes sucedan respectivamente a Enrique Peña Nieto en Los Pinos y, ojalá más pronto que tarde, a Donald Trump en la Casa Blanca tendrán que vérselas con un entorno mucho menos colaborativo y mucho más enconado, con agravios que ya no pertenecerán a los libros de historia sino al acontecer diario, al anecdotario de muchos mexicanos maltratados o explotados a la sombra de la xenofobia y el nativismo que tan simplista e irresponsablemente propagan Trump y sus huestes.
Al actual gobierno en México le ha tocado tener que sobrellevar las cosas enfrentando un serio déficit de interlocutores del otro lado de la frontera y una contraparte totalmente irracional e impredecible. Suena a poca cosa, pero no es menor el haber logrado evitar una crisis mayúscula en la relación, con repercusiones enormemente mayores a las que ya nos ha tocado aguantar. Lo fácil hubiera sido montarse en el caballo de la retórica altisonante, como lo propugnaban incluso aquellos que deberían saber los riesgos que eso conllevaba. A fin de cuentas, la diplomacia no es un juego de vanidades, sino el duro e ingrato ejercicio de tragar sapos y alabar a la cocinera. Ya bastante nos costaron los egocéntricos que en algún momento estuvieron a cargo, es un decir, de la diplomacia mexicana.
Posdata 1: Se habla de una posible intervención rusa en las elecciones en México. Se cita como evidencia lo sucedido en EU, en Francia, en Gran Bretaña o Cataluña, pero es mucho más lo que se dice y supone que lo que está documentado. El asunto amerita una discusión de fondo y por supuesto la atención de las autoridades. Por lo pronto más vale investigar y analizar antes de encender las alarmas.
Posdata 2: Tras muchos años de pertenecer al Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi), del que fui miembro fundador, he decidido suspender mi participación en un organismo en el que ya no me reconozco ni me encuentro. Espero sinceramente que mi amigo Luis Rubio tenga éxito en darle nuevo y mejor rumbo. Yo, por lo pronto, me apego a la máxima marxista: No pertenezcas a un club que te acepte como miembro. Los consejos de Groucho nunca fallan.
Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac