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Difícilmente puede uno imaginar un ritual más barroco que el de los informes de gobierno. En México la práctica se fue esfumando paulatinamente, primero en aquel memorable episodio en que Porfirio Muñoz Ledo interrumpió al entonces presidente Miguel de la Madrid, en un gesto que para algunos fue de afirmación democrática y libertaria y que otros consideraron casi un acto de lesa majestad.
Los de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo estuvieron marcados por pancartas e interpelaciones, por ajustes en el formato para tratar de preservar un poco la solemnidad y dignidad barrocas de una ceremonia que alguna vez fue republicana y que se convirtió en ritual de idolatría primero, de farsa después, y que concluyó con un presidente, Vicente Fox que ni siquiera pudo poner pie en el recinto. En la curva del poder presidencial mexicano, los informes presidenciales servirían para ilustrar gráficamente su declive inexorable.
No deja de ser curioso que, en un país tan moderno en tantos aspectos como EU, el ritual se conserva sin mayor ajuste: el presidente entra partiendo plaza, nadie le falta al respeto dentro del recinto y la civilidad es la marca aun en tiempos de tanta crispación como los que vive EU, tal vez no vistos desde los tiempos de la Guerra de Vietnam y el Watergate.
Al informe presidencial se le conoce allá como el State of the Union, pero Trump tendrá que hacer malabares retóricos si desea ocultar o minimizar la profunda división política que aqueja a la nación más poderosa del mundo. (Escribo estas líneas, es justo aclararlo, unas horas antes de su discurso, por cuestiones del cierre de edición de este diario).
No es siquiera la bajísima popularidad del presidente la que me lleva a esta afirmación, sino la manera en que ha logrado, en un año de campaña y otro en la presidencia, poner sobre la mesa temas que muchos ya creían resueltos o archivados. La forma en que ha hecho del discurso público un ejercicio de maltrato y abuso no solo contra sus rivales político-ideológicos, sino contra nacionalidades, razas y religiones enteras. La forma en que lo mismo mujeres que extranjeros que minorías de todo tipo se cuestionan si EU, “su” país, sigue verdaderamente siendo suyo.
Donald Trump presumirá su reforma fiscal, un logro indudable que le pone un sello muy republicano a su gestión, con una baja muy significativa de impuestos, y el desempeño de la economía. Si bien algunos consideran regresivo el paquete fiscal y el desempeño económico tanto en crecimiento del PIB, creación de empleo y auge bursátil, es continuación de tendencias que ya venían desde Obama, sería injusto negarle el crédito debido. El desempeño macro de EU en ese campo es notable.
No tiene tanto de qué presumir en materia de política social e interna, donde pese a reiterados intentos no ha logrado cumplir su promesa de eliminar Obamacare. Su anunciada revisión del que llamó “fraudulento” sistema electoral resultó un fiasco, y ni el muro ni versión alguna de reforma migratoria han avanzado, aunque se supone que presentará lo que a grandes rasgos sería su gran propuesta al respecto.
En materia de política exterior Trump alardeará de mucho, sobre todo de su firmeza y su mantra del “America First”, pero en realidad hoy el mundo es más inestable y mucho más adverso a los intereses estadounidenses que hace un año. Ni en las Coreas, ni en Medio Oriente, ni en la Europa de la Alianza Atlántica se observa gran simpatía por el presidente estadounidense, y de su propio hemisferio mejor ni hablemos: en Canadá y México no lo pueden, ni lo quieren, ver. Estado Islámico se ha replegado, cierto, pero es mucho más gracias a la intervención rusa que a otra cosa. Y de Rusia se hablará mucho, pero no durante su alocución, para Trump y los suyos es un tema inexistente y parte de una conspiración en su contra.
Y es que sí, la terca realidad conspira siempre contra los necios.
Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac