Ha comenzado, ahora sí en forma y plenamente, el proceso de transición entre el gobierno saliente de Enrique Peña Nieto y el entrante de Andrés Manuel López Obrador. Dictan tanto la ley como las costumbres mexicanas que éste se lleve a cabo en un periodo extremadamente largo de tiempo, cinco meses después de las votaciones, casi cuatro después de la declaratoria de validez de la elección presidencial.
Las hay (las transiciones) de todo tipo. Muy tersas, muy ásperas, muy largas, muy breves. Depende la forma y el modo de muchas cosas, pero principalmente del ánimo que se tengan entre sí el que entregará y el que recibe, pero también en la vocación democrática y de visión de Estado de los protagonistas y quienes los acompañan. Es un poco como el relevo en el mando de un buque en altamar, de un avión en pleno vuelo: su buena marcha futura depende de la destreza y disposición de quienes lo realizan.
Hemos tenido en México muchos ejemplos de cómo NO se debe llevar a cabo un relevo presidencial, pero hay dos casos extremos en la historia reciente que ilustran los riesgos de hacer mal las cosas: en 1982 los presidentes saliente y entrante, José López Portillo y Miguel de la Madrid, tenían opiniones diametralmente opuestas de cómo enfrentar la crisis financiera. Las decisiones unilaterales del primero no solo terminaron de hundir a la economía mexicana, sino que robaron tiempo, atención y energía a la administración delamadridista, que tuvo además que deshacer muchos de los entuertos heredados.
Aunque el entorno en la entrega de Carlos Salinas a Ernesto Zedillo aparentaba ser menos grave, la economía y las finanzas públicas mexicanas, tan golpeadas a lo largo del fatídico 1994, pendían de un hilo. Nuevamente, la mala comunicación entre los presidentes y sus equipos cercanos hicieron que ese hilo se reventara con consecuencias catastróficas para el país.
No quiero decir, queridos lectores, que México enfrente hoy una situación económica como esas, todo lo contrario. Si algo ha caracterizado a los últimos cuatro gobiernos es su manejo prudente de las finanzas públicas, lo cual ha permitido evitar los sobresaltos del pasado. Pero no por ello es menos importante la manera en que se da este proceso de cambio.
Términos como “histórico” o “sin precedentes” ya están muy choteados, pero indudablemente estamos viviendo un momento de cambio político mayúsculo por el simple hecho de que el presidente electo, triunfador por amplio margen en las urnas, encabeza un proyecto político diferente, contrario en muchas cosas, al de los gobiernos de las ultimas tres décadas. Sin caer en las etiquetas muchas veces engañosas de la izquierda o derecha, del populismo o neoliberalismo, es innegable que López Obrador representa la más clara decisión de cambio del electorado mexicano en mucho tiempo.
El hecho de que gobierno entrante y saliente estén ya trabajando, tendiéndose la mano y dialogando en un ambiente de civilidad política no es menor. Nos permite esperar que más allá de los naturales virajes y rompimientos en materia política, enfrentemos una transición ordenada que permita a los que se van entregar en orden y a los que llegan arrancar con vuelo.
Siguen muchos con los ánimos muy crispados, lo leemos y escuchamos todos los días. Se critican muchas cosas del próximo gobierno desde antes de que tome posesión, en parte también porque han sido muy vocales y visibles en sus planteamientos de entrada, a mi juicio sin la disciplina necesaria en lo que a comunicación se refiere. Cuando todo mundo presenta, opina y propone, se abren flancos innecesariamente. Pero también, y aquí el beneficio probable, se va corrigiendo el rumbo antes de emprenderlo.
Ya habrá tiempo de juzgar, con hechos y datos en la mano, a salientes y entrantes. Por lo pronto ambos se comportan como es debido. No es poca cosa y ya es ganancia.
Analista político y comunicador