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Una de las más peculiares características del sistema político mexicano, queridos lectores, es el larguísimo periodo de tiempo que transcurre entre la jornada electoral, la declaratoria oficial del triunfo y la toma de posesión del nuevo presidente.
Como tantas otras, esta es una herencia del viejo régimen, de aquellos tiempos en que el poder pasaba de un grupo a otro de personas pero se mantenía en el mismo partido. A partir de 1988, el riesgo latente de impugnaciones y conflictos postelectorales hacía casi obligado contar con tiempo suficiente para resolverlos y, en ocasiones, como la del 2006, ni siquiera así alcanzaba.
La elección presidencial de 2018 resultó histórica por muchas razones, pero una de las más relevantes pareciera olvidarse: todos los actores principales del proceso electoral reconocieron los resultados el mismo día. Si dejamos a un lado los pataleos legaloides del PES solo queda la duda acerca de la ciertamente confusa y nebulosa votación en el estado de Puebla, la que quedará inevitablemente marcada por la sospecha y el escepticismo.
Pero me desvío. Hablaba yo del interminable periodo de la transición, en el que gobierno saliente y entrante se tienen que acomodar no solo en aras de la civilidad política, sino también para lograr un tránsito ordenado y transparente de la administración pública. Y de nuevo, para estos efectos, 2018 también está resultando único, pues no existe registro en la historia moderna de nuestro país de que el presidente electo anuncie con tanta antelación a quienes serán los integrantes de su gabinete.
Si la jornada electoral resultó memorable tanto por el amplísimo margen de victoria como por la conducta de los contendientes, la transición es igualmente admirable por la manera en que se han conducido el presidente saliente, Enrique Peña Nieto, y el electo, Andrés Manuel López Obrador. De nuevo, no hay precedentes para el nivel de cooperación tan estrecho entre ambos. Si consideramos que representaban polos opuestos y confrontados a lo largo de tanto tiempo, el mérito es aún mayor.
Pero (y somos el país de los peros) el largo periodo ha dado pie a desencuentros entre los colaboradores de ambos y a errores o dislates de algunos integrantes del próximo gobierno. A muchos alarma lo anterior, lo ven como un mal augurio de lo que está por venir. Hay de todo: desde fraseos desafortunados hasta pretensiones inapropiadas, anuncios fuera de tiempo o reversa en cosas que agradaban, como es el caso de los foros de atención a víctimas. Y del cuidado de las formas mejor ni hablemos, numerosos descuidos que hablan de relajamiento o confianza excesiva.
Pero (y aquí va el otro pero) la enorme ventaja de todo esto es que está sucediendo antes de la toma de posesión y por lo tanto sus consecuencias bien pueden quedar en lo anecdótico, siempre y cuando sirvan de aprendizaje y de correctivo a tiempo.
Para que así sea, los futuros altos funcionarios, sus colaboradores y sus comunicadores harían bien en recordar que no toda crítica es un ataque y que lo mejor que le puede pasar a un gobierno es contar con el escepticismo y la visión plural y compleja de la oposición, de los medios y de la opinión pública.
Las campañas terminaron y con ellas las tareas de propaganda. Tocará gobernar y ahí el ejercicio de comunicación es otro, muy distinto. Como bien decía un clásico del quehacer público mexicano, don Jesús Reyes Heroles, lo que resiste apoya.
Analista político y comunicador.
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