Hace unos días, en San Luis Potosí, participé en una nueva edición de la Cumbre de Negocios, o Mexico Business Summit, que reúne año con año a personajes de los negocios, la política, la academia y de medios de comunicación. Dos temas dominaban las conversaciones y las preocupaciones: el futuro incierto del TLCAN y la sucesión presidencial en México.
Ambos asuntos son motivo de profundos análisis y de arduos esfuerzos. Los equipos negociadores de los tres países trabajan a todo vapor, con intensidad y seriedad. De la misma manera, los equipos de los distintos aspirantes a la Presidencia de México trabajan incansablemente para lograr, primero, las candidaturas que los suyos requieren asegurar, y por supuesto para alcanzar la meta final. En los dos casos todo el empeño y el esfuerzo quedarán finalmente en manos de personas volátiles e impredecibles. En México serán los votantes, en EU el presidente Donald Trump. A lo primero lo llamamos democracia, sobre lo segundo tendríamos que decir que es una cruel broma del destino.
Llámese como sea, estos dos temas nos obsesionan a un grado tal que es un buen momento para cambiar de tema. (“Si no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”, decía una mente brillante hace ya décadas).
A los mexicanos nos caracterizan los fetiches. Nos obsesionamos con personajes y con ideas, como si fueran a transformarnos. Desde el Tlatoani o el tapado hasta los “independientes”, ponemos todas nuestras esperanzas e ilusiones en individualidades, no en proyectos políticos, ya no digamos proyectos de nación. Y lo mismo nos sucede con algunos conceptos, que son primero eje central y prioritario de un gobierno (o, como en el caso del TLCAN de una generación) para después convertirse en LA única vía, LA política pública, LA solución a todos nuestros problemas y, a la inversa, en algo sin lo cual estamos condenados al fracaso eterno.
Nos pasó así durante décadas con el tipo de cambio, una obsesión que no sólo genera psicosis colectiva, sino que llevó a terribles equivocaciones en la política económica del gobierno en turno, fuera el de Echeverría, López Portillo, De La Madrid o Salinas. No fue hasta que nos olvidamos de tipos de cambio fijos o bandas de flotación que el peso adquirió una razonable estabilidad.
Con la apertura comercial ha sido similar: libre comercio a toda costa está muy bien como política comercial, no como estrategia económica. A casi un cuarto de siglo del TLCAN nos sorprende que no ha sido un detonador del PIB y que México sigue sumido en el pantanoso rango del 2-3% de crecimiento anual. Con cada año que pasa nos rezagamos más frente a nuestros principales socios, pero también frente a la competencia internacional. Creemos que por si sola la inversión extranjera resolverá cuestiones de empleo e ingreso medio, pero apostamos solamente a salarios bajos como diferenciador frente a otras economías y no atendemos asuntos de estructura institucional ni de infraestructura.
Si el esfuerzo que sucesivas generaciones de gobernantes y políticos dedicaron a fallidas e incompletas reformas políticas y a precampañas fútiles (léase futurismo) o a políticas comerciales acertadas, pero limitadas (como la apertura comercial y el TLCAN), se hubiera dirigido a construir un solido andamiaje institucional, un sistema de impartición de justicia funcional y un aparato educativo moderno y flexible, otro país tendríamos hoy.
Y si tuviéramos un país con instituciones, Estado de Derecho y educación, nos daría un poco igual quien fuera el próximo presidente o lo que hiciera o dejara de hacer el inestable presidente de nuestro vecino. Pero no, hemos preferido lo entretenido a lo importante.
Tal vez sea hora no sólo de un cambio de gobierno, sino de un cambio de mentalidad. De todos, empezando, querido lector, por usted y por mí.
Analista político y comunicador.
@ gabriel guerrac