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La más reciente súper producción de Steven Spielberg tiene lugar en los pasillos del poder del Washington de hace medio siglo y relata una historia ampliamente documentada y conocida con tal agilidad que, pese a conocer el desenlace desde el inicio, el espectador puede pasársela en el filo de su asiento.
Katharine Graham (Meyer de soltera), hija del dueño del Washington Post, tiene que conformarse en primera instancia cuando su padre le cede la dirección y el control del periódico a su esposo, el genial pero emocionalmente inestable Phil Graham. Bajo su guía el diario crece y gana influencia, pero no deja de ser un medio provinciano, en una liga muy inferior al legendario New York Times.
A la inesperada y trágica muerte de su esposo, la señora Graham se convierte en una de las muy pocas mujeres capitán de empresa de sus tiempos. Se enfoca en profesionalizar al Post, darle su propio enfoque y arma, inusitado también para esos tiempos, un equipo propio, ajeno a los legados de su padre y de su esposo. Una mujer al mando en un mundo profundamente masculino y misógino, que además se atreve a soñar en grande: bajo su dirección el Washington Post se convierte en una empresa enormemente exitosa, además de un periódico indispensable ya no sólo en la capital, sino alrededor del país y más allá.
The Post relata el que sería el episodio definitorio de la transición de mujer tradicional y reservada de la clase alta estadounidense al liderazgo periodístico que termina por sacudir a Washington y sus estructuras de poder. Sin echarles a perder la emoción resumo la trama: cuando un empleado de una empresa contratista del Pentágono entra en una crisis de conciencia al conocer la verdad sobre la muchas veces ocultada y distorsionada participación militar estadounidense en Vietnam decide “filtrar” todos los documentos a su alcance, que comprueban la cadena de mentiras de sucesivos gobiernos y presidentes de EU en una de las guerras más prolongadas, crueles y desiguales de la segunda mitad del siglo XX.
A partir de ahí, nada volverá a ser igual: la revuelta ciudadana obliga finalmente a la humillante retirada estadounidense del sureste asiático y conduce a la crisis constitucional en que se convierte Watergate y la consecuente renuncia de Richard Nixon.
La película se centra en las dificultades y obstáculos que el New York Times primero y el Washington Post después enfrentan para publicar los documentos que serán conocidos como los Pentagon Papers. El Post sale victorioso frente a la oposición declarada de la Casa Blanca y del establishment, y la leyenda de Katherine Graham comienza a escribirse.
Mi primera reflexión mientras veía la película fue que ha pasado más de medio siglo desde aquel épico enfrentamiento y que, no obstante todos los muchos avances que han tenido las libertades y los contrapesos al poder, la disputa continúa. Crece, se expande, y no nos ha conducido, aun, al puerto seguro de la verdadera rendición de cuentas y la transparencia de los poderosos.
En distintas medidas, es un fenómeno que observamos en todo el mundo: los gobernantes y sus aliados empresariales o corporativos se resisten a la apertura. Los medios y la sociedad civil exigen, presionan, demandan. Pero tristemente hay muchos claroscuros, muchas complicidades, omisiones, excesos. Hoy la gente confía cada vez menos en sus gobernantes, pero le cree también cada vez menos a los medios.
Y en esta desconfianza se genera la semilla de la descalificación recíproca: “Usted oculta y miente”, dirá el medio. “Esas son Fake News”, contestará con sorna el poderoso. Y el público, confundido y ofendido, le creerá más al que más fuerte grite, al que más simplismos repita, al que apele a sus instintos más bajos.
Terminó la película, siguió la vida. Y no me quedó más remedio que tomar un whisky, que tal vez nada transparenta, pero todo consuela.
Analista político y comunicador.
@ gabrielguerrac