El debate público en México está enrarecido, en crisis. Es cada vez más difícil sostener una discusión acerca de lo que acontece en nuestro país sin que termine en alusiones (o agresiones) personales, descalificaciones, suspicacias.
Chairos, fifís, chayoteros, integrantes de la mafia del poder, ignorantes, descerebrados, fachos o pejezombies son solo algunos de los apelativos a que se hace acreedor quien aventura una opinión ligeramente discrepante o, todavía peor, balanceada.
Para esa pequeña y masoquista minoría que conformamos quienes creemos que no todo es blanco y negro, absolutamente bueno o malo, y que intentamos buscar cierto contexto para entender lo que sucede. Y es que el simplismo, de siempre tan atractivo, se ve ahora intensificado por la inmediatez y la falta de filtros de las redes sociales y las comunicaciones instantáneas.
Cosas que no nos atreveríamos a decir en una reunión social o de compañeros de trabajo, insinuaciones ofensivas, afirmaciones aventuradas, todas desde la comodidad y seguridad del teclado del dispositivo desde el que se escribe. Y eso para los que sí dan la cara (y el nombre), porque las redes están inundadas de anónimos cobardes y, por supuesto, por bots y perfiles falsos que escriben por encargo o por consigna.
Pero no todo es culpa de las “benditas redes”, que dicho sea de paso corren el riesgo de volverse irrelevantes si algunos continúan manipulándolas como hasta ahora. No, la culpa es nuestra por aceptar que la injuria es un argumento válido, que existe un monopolio de la razón y el conocimiento.
Y también, queridos lectores, por darse permiso de creer que el párrafo anterior está dedicado a los otros cuando en realidad nos aplica a todos por igual.
Este ambiente perverso (que todos hemos propiciado o cuando menos tolerado) tiene efectos reales y perniciosos: inhibe el intercambio de ideas, el diálogo, la conversación civilizada. Aleja de nosotros a quienes opinan distinto y no solo para efectos de la convivencia cotidiana sino también del respeto, de los afectos. ¿Cuantos no hemos terminado poniendo distancia de por medio de un amigo, de un familiar, porque sus puntos de vista nos parecen súbitamente inaceptables?
Preocupado como estoy por este deterioro en nuestro entorno social, celebré tener la oportunidad en días pasados de conversar con mi querido Héctor de Mauleón en el noticiero que conduce Carlos Loret. ¿El tema? El trato que le dan los medios a los logros del presidente López Obrador.
La mesa estaba puesta para un choque de opiniones, ya que Héctor y yo diferimos en nuestra apreciación sobre el actual gobierno. Pero sucedió algo curioso, inusual: entre todas nuestras discrepancias, abiertamente expresadas, no hubo prácticamente un solo adjetivo (des)calificativo, mucho menos una sola alusión personal o ad hominem, como le dicen los clásicos.
Fue un largo y para mí muy enriquecedor intercambio, no solo por el respeto que me merecen mis interlocutores de esa mañana, sino por el hecho de redescubrir la posibilidad del debate mesurado, de lo irrelevante que resultan los gritos y sombrerazos que hoy caracterizan a la mayoría de las discusiones políticas.
Pregunté entonces al aire, y me lo pregunté también a mí mismo, si no valdría la pena el esfuerzo de desterrar —así sea temporalmente— el uso peyorativo de los adjetivos para discutir las ideas y a las personas. Tal vez si nos limitáramos a expresar nuestro punto de vista sin necesidad de ofender al de enfrente podríamos regresar a la tan necesaria conversación nacional hoy ausente.
Posdata:
Pido perdón a Enrique Krauze por el título de este modesto texto, inspirado (el título, que no el texto) en su memorable libro Por una democracia sin adjetivos.
Analista político.
@gabrielguerrac