Y estadísticas. Así decía, o así se le atribuye a Benjamín Disraeli, notable político británico que llegó a ser primer ministro de su país en dos ocasiones, cuando se le preguntaba cuales eran, en orden ascendente, los tres tipos de mentiras más graves, más ofensivas.

Lies, damned lies and statistics, rezaba la frase en inglés, y se llama así también un muy ilustrativo libro de Michael Wheeler, quien ya en 1976 cuestionaba la veracidad y confiabilidad de las encuestas. Una lectura un poco más ligera, pero no por ello menos aguda, es la que nos ofrece Joel Best en las dos ediciones de su libro Damned Lies and Statistics. Best va más allá de las encuestas, enfocándose a la manera en que las cifras permiten confundir la discusión sobre los asuntos públicos.

Como nunca, la frase y los libros resultan indispensables para reflexionar acerca de lo que nos está sucediendo con el proceso electoral en México. No solo estamos ya abrumados, saturados de información de las distintas campañas, cuyos publicistas seguramente fueron discípulos del Marqués de Sade o el Conde de Masoch y no de Marshall McLuhan. Estamos también inundados por encuestas, o mejor dicho por las cifras que las encuestadoras y sus clientes quieren que veamos. Y claro que algunas de esas casas son muy serias y respetables, pero hay otras que son más bien de mala nota.

Sumemos a lo anterior la cascada de noticias falsas, distorsionadas y manipuladas que nos saltan por doquier, no obstante esfuerzos loables como el de @VerificadoMx por impedir que se propaguen impunemente afirmaciones claramente infundadas o distorsionadas. Luego nuestros “amigos” en Facebook que creen que al “compartir” una nota que no solo no está sustentada, sino que ni siquiera está escrita correctamente nos van a convencer de votar o no por alguien. Añada a lo anterior a los propagandistas pagados que conocemos como bots y tendrá usted completo, querido lector, el deprimente panorama que enfrentamos.

Las encuestas son, lo dice cualquier especialista en la materia, fotografías del momento, instantáneas. Eso bajo la premisa de que estén bien realizadas. Pero los encuestadores serios, que los hay varios y a los que tengo gran respeto, enfrentan dos retos descomunales que se suman a la complejidad de sus tareas: la notoria volatilidad de la opinión pública por un lado, y el surgimiento de encuestadoras a las que, si somos generosos, podríamos llamar “hongos”, ya que surgen solo en temporada de lluvias. Estas últimas generan un daño mayúsculo a los encuestadores establecidos, pues no solo distorsionan la media estadística con sus resultados inflados, sino que afectan la imagen y la credibilidad del proceso todo.

Wheeler ilustra muy bien el dilema que enfrenta la demoscopía y quien quiera orientarse a partir de ella: a los riesgos de la metodología hay que sumar el posible sesgo de los encuestadores. Nos da el ejemplo de cómo las dos grandes empresas de su época, Gallup y Harris, mostraban diferencias marcadas en sus mediciones sobre la aprobación de Richard Nixon hasta que una de ellas —hasta entonces excluida— fue contratada por la Casa Blanca. Acto seguido, las tendencias cambiaron. Esa es una de las muchas razones para preguntar quién es el cliente, porque a querer o no influye en los resultados.

Podría citarles mil y un ejemplos más de cómo se puede distorsionar la información, amables lectores, pero creo que a estas alturas lo que necesitamos ya no es un “fact-checker” sino un mínimo de sentido común y sobre todo de decencia elemental.

Hay cosas con las que no se debe jugar. Ni la violencia es un chiste ni las “invitaciones” de los patrones a sus empleados a reflexionar el voto son solo eso. No son aceptables ni las agresiones verbales, las amenazas implícitas o explícitas, ni las burlas por edad o género, clase social o apariencia. Y el discurso del odio, de la exclusión sólo pinta de cuerpo entero a quien lo emite.

Respetemos a los demás, aunque sea solo por respeto a nosotros mismos.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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